Boletín de Novedades Bibliográficas
Nº 32 | Número 32
Reseña del libro: Constitucionalismo : pasado, presente y futuro
Resumen y análisis del libro Constitucionalismo: pasado, presente y futuro, de Francisco Zúñiga Urbina(1)
El libro se divide en tres partes. La primera, titulada “Pasado”, se refiere con lujo de detalles a la génesis de la Constitución de 1980, los debates que se dieron en las diversas comisiones que la elaboraron, los académicos que la defendieron y el contexto político e histórico en que se generó. El autor es, por cierto, bastante crítico tanto con el texto como con quienes lo redactaron y defendieron, tanto por su raíz dictatorial, como por la filosofía autoritaria y neoliberal que lo subyace.
La segunda parte se titula “Presente” y es un repaso sinóptico de la discusión constitucional de los últimos diez años, considerando –aunque muy por encima– el proceso constitucional de Bachelet, el proceso que va desde el estallido social en 2019 hasta el triunfo del rechazo en 2022 (que el autor denomina “proceso 2.0”) y, finalmente, el proceso de 2023, que también terminó en un rechazo de la propuesta constitucional (“proceso 3.0”). Aquí la evaluación negativa del proceso de 2022 se expresa de forma concisa y tajante (al punto de que no se analizan los contenidos de la propuesta y prácticamente no se vuelve a mencionar hasta el final del libro). El autor se centra un poco más en el proceso de 2023, pero también desde una perspectiva más cercana a la crónica política. La evaluación de este proceso también es predominantemente negativa.
Finalmente, la tercera parte, titulada “Futuro” se centra exclusivamente en la discusión de 2023 (el “proceso 3.0”). Aquí el autor desarrolla los presupuestos que permitirían operativizar la cláusula del Estado social y democrático de derecho en nuestro país. Luego, analiza con lujo de detalles las diferencias entre la Comisión Experta –comisión designada por los partidos políticos y responsable del Anteproyecto– y el Consejo Constitucional –cuerpo representativo electo por la ciudadanía y dominado por una mayoría de derecha–. Como se indicó, el análisis se centra en el establecimiento de un Estado social y democrático de derecho, por lo que casi la totalidad del capítulo se refiere a los artículos donde se consagran derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
Cierra el libro un post scriptum donde el autor sostiene que esto nos deja ante una paradoja: a pesar del rechazo de las dos propuestas de cambio –que, según los defensores del statu quo, supone la legitimación tácita de la constitución vigente– el problema constitucional sigue abierto, en tanto nos encontraríamos regidos por una constitución obsoleta y cuestionada tanto en su legitimidad como en sus efectos.
Comentario
Este libro busca exponer el camino que nos ha llevado a nuestra actual encrucijada política, es decir, lo que el autor denomina la cuestión constitucional: el hecho de contar con una constitución vigente, pero cuya legitimidad se encuentra cuestionada, y al mismo tiempo la aparente imposibilidad de cambiarla, aun después de tres procesos constituyentes fallidos: el promovido por la expresidenta Michelle Bachelet (que culminó el año 2018 con una propuesta de reforma constitucional que no llegó a discutirse), el protagonizado por la Convención Constitucional (2021-2022) y el llevado a cabo por la Comisión Experta y el Consejo Constitucional (2023).
El origen de la cuestión constitucional
Para entender esto, el autor considera necesario comenzar indagando en la génesis del actual texto constitucional. Así, en un recuento bastante detallado, nos muestra cómo desde muy pronto la dictadura cívico-militar se comprendió a sí misma como una dictadura soberana, según la clasificación propuesta por Carl Schmitt, no limitada ni por la Constitución de 1925 ni por la tradición constitucional chilena(2). A su juicio, habría tres hitos que marcaron “el proceso de fijación de la “legalidad constitucional” que la dictadura cívico-militar chilena se da a sí misma”:
- i) la Declaración de Principios del Gobierno de Chile (1974);
- ii) el discurso de Chacarillas (1977); y
- iii) el propio decreto ley N° 3.464 aprobado en un plebiscito fraudulento
- (1980).
Según el profesor Zúñiga, estos hitos “condensan la ideología subyacente al régimen autoritario, la cual reconduce permanentemente a una idea central: la “democracia protegida”, una constante del diseño institucional del régimen y que cristaliza en la
Constitución “otorgada” de 1980 (p. 1)(3).
Esto se nota especialmente en la ya citada Declaración de Principios de 1974, donde se establece “la columna vertebral de este primer “blindaje”: a la democracia “ingenua”, abierta y plural, que se asume como colapsada y fracasada después del 11 de septiembre de 1973, se opone la democracia “orgánica”, férreamente condicionada por el orden autoritario de “inspiración portaliana” impuesto por la dictadura refundacional” (pp. 46-47). Se habla aquí ya de la prolongación indefinida de la dictadura –guiada por “metas y no plazos”–, pero se introduce una promesa hacia el futuro: la entrega “oportuna” del poder “a quienes el pueblo elija a través de un sufragio universal, libre, secreto e informado”, seguido del retiro de la Fuerzas Armadas a un segundo plano, pero aún incidente, ya que serían las encargadas de darle una tutela permanente al nuevo régimen (p. 47).
Esta actitud refundacional llegaría a su apogeo con el discurso de Chacarillas, proponiéndose una auténtica “refundación autoritaria del capitalismo en la que se observa el predominio neoliberal en el mixtum ideológico del régimen” (p. 49).
Profundizando en este segundo período, el autor se centra en la comisión encargada de redactar la nueva constitución, la llamada Comisión Ortúzar, “un grupo marcadamente homogéneo” cuya “disidencia menor” (Enrique Evans, Alejandro Silva Bascuñán y Jorge Ovalle) se retiró en 1977, lo que da cuenta de la ausencia de un debate constitucional efectivo: “Entre la propia afinidad de los miembros de la Comisión y las bases previamente enunciadas desde el Edificio Diego Portales, la verdadera discusión se radicaría en la forma en que se expresaría tal consenso antes, no en la dogmática constitucional propiamente tal” (p. 53).
La paranoia y el autoritarismo del régimen se reflejan, asimismo, en unas declaraciones a la prensa de quien presidía la comisión, Enrique Ortúzar: “La consigna de que la democracia debe permitirlo todo, constituye una falsía y una trampa del comunismo internacional en que, por desgracia, caen muchos demócratas. No ama verdaderamente a la democracia ni a su Patria quien confiere los medios para destruir aquélla y enajenar la soberanía de ésta” (citado en p. 53). En este contexto, sostiene Zúñiga, “[l]a participación ciudadana en el ejercicio del poder y en la elección de sus autoridades pasa a segundo plano: lo que importa es proteger a la democracia del ejercicio mismo de la democracia, apelando a una especie de ethos que, supuestamente, haría las veces de valores fundamentales de la nación” (p. 57).
Hay que recordar que, luego de la Comisión Ortúzar, vino el trabajo del Consejo de Estado y, finalmente, la intervención del llamado Grupo de Trabajo de la Junta de Gobierno, instancia en la que se removieron algunos reductos corporativistas del texto, pero reforzando su impronta autoritaria. Posteriormente se llevó a cabo el plebiscito (fraudulento) de 1980, lo que decantó en el tercer y definitivo “blindaje” del
nuevo régimen: la Constitución de 1980 (o, como el autor precisa, el decreto ley N°3.464, de 1980).
Como argumenta Daniel Barros, los “tres blindajes” dan cuenta de un problema constitucional del que todavía no nos sacudimos del todo: “El origen de la Constitución de 1980 y su contenido, con senadores designados y sistema electoral binominal, que aseguraban al sector político que la implantó el control del Senado y del TC, sin importar el resultado de las elecciones, hacen que, en el caso chileno, el cariz contra mayoritario de la constitucionalización no tuviera vías –una vez recuperada la democracia en 1990– para reconectarse con la interpretación mayoritaria del contenido y alcance de los derechos fundamentales. Más bien, bajo la Constitución de 1980 el sentido y alcance de los principios constitucionales fueron definidos por el mismo sector que, según la parte orgánica de la carta, controlaría, al menos por un tiempo, los nombramientos de ministros en el TC y la mayoría del Senado”(4).
Si bien después del plebiscito de 1988 se logró acordar con el régimen una serie de cambios para hacer viable la transición a la democracia –la reforma constitucional de 1989–, que “permitió eliminar los elementos más groseros del régimen”, quedaron igualmente vigentes diversas “cortapisas, nuevos cerrojos que reemplazaban a los antiguos y perpetuaban el espíritu “protegido” de la democracia “acorazada”. El costo real de la necesaria reforma constitucional de 1989 –sostiene Zúñiga– es una suerte de hipoteca (“amarres”) para la transición” (p. 127).
Esta verdadera camisa de fuerza constitucional, “tuvo consecuencias enturbiadoras en la institucionalidad chilena de los años siguientes” (p. 130). Así, el autor sostiene que “la hiperrigidez constitucional de las últimas tres décadas y la permanente trampa de los consensos forzados, a pesar de los intentos de subsanar este atolladero –y que recién se tradujo en una unificación de quórum de reforma constitucional por la Ley Nº 21.481, de 23 de agosto de 2021, y con la enmienda de los quórums reforzados vía Ley N° 21.535, de 27 de enero de 2023– es en el fondo un triunfo postrero de la visión gremialista sobre neutralización de la política y desconfianza ante la democracia y el ejercicio de la soberanía por parte del pueblo” (p. 130).
Dos procesos constituyentes fallidos
Así llegamos al recuento del momento actual. Zúñiga no se detiene mucho en los antecedentes históricos de los procesos constituyentes. Apenas menciona el proceso participativo impulsado por Bachelet o la revuelta social de 2019. Tampoco analiza en profundidad la propuesta del año 2022, propuesta que, hacia el final del libro, se nos aparecerá no sólo como una omisión incomprensible, sino además como una especie de fantasma, una sombra que pende sobre el proceso de 2023 (o “proceso 3.0”) y que vuelve continuamente para asediar el dilema constitucional. En todo caso, el veredicto del autor sobre este proceso es tajante: así, achaca el rechazo del proyecto a las actitudes individuales de (algunos de) los miembros de la Convención Constitucional (“actitudes que oscilaron entre la imprudencia, el maximalismo y la incivilidad”, p. 148) y a la falta de una conducción política clara (la “deficitaria política y políticos en el seno de la Convención”, pp. 148-149). Argumenta, por lo demás, que se trata no sólo de una derrota electoral, sino especialmente de una “derrota cultural” (p. 149).
Lamentablemente, en esta sección el autor sucumbe al embrujo de conceptos de poca claridad analítica, como el de “octubrismo”, comodín que ha tendido a utilizarse en el discurso político nacional no tanto para explicar la revuelta social de 2019 como para relegarla al baúl de las rarezas históricas. Así, el autor supone una afinidad de la Convención hacia la revuelta social que la precedió, lo que se traduciría en cuatro actitudes negativas: el maximalismo, el vanguardismo, el “identitarismo exacerbado” (entendido, más bien, como un “sectarismo subyacente”) y “un conjunto de conductas poco republicanas frente a la unidad del Estado, sus emblemas nacionales, sus instituciones históricas, sus exjefes [de Estado]” (p. 151). No aclara, sin embargo, si estas actitudes por él percibidas tuvieron alguna correlación efectiva en el texto emanado de la Convención.
Con todo, a partir de su crítica general, podemos extrapolar la presencia de dos de estas actitudes en la propuesta constitucional de 2022: el maximalismo y el sectarismo (concepto que el autor prefiere al término “partisano”, anglicismo de moda entre analistas políticos). Si bien el primer concepto no se define en el libro, Zúñiga parece identificarlo con la redacción de normas constitucionales tan detalladas que podrían terminar reduciendo significativamente el espacio de la política legislativa. Por otra parte, podemos colegir que el sectarismo se manifestaría, para Zúñiga, en la opción de la mayoría de los representantes por un modelo específico en la provisión de los derechos sociales y en otras normas programáticas que reflejarían la convicción de sólo una parte de la sociedad. Por cierto, esto es una proyección nuestra, ya que – como se indicó– Zúñiga no provee un análisis detallado de la propuesta de 2022.
Por cierto, el autor también es crítico hacia el proceso de 2023, pero aquí la crítica se sustenta en un largo análisis retrospectivo (paradójicamente ubicado en la sección titulada “Futuro”), donde compara las normas emanadas de la Comisión Experta y las emanadas del Consejo Constitucional. En este caso el reproche de maximalismo y sectarismo se transmite a este último cuerpo representativo. Y, si bien el autor valora el trabajo realizado por la Comisión Experta, sobre todo por su capacidad de llegar a consensos amplios, respetando el acuerdo previo que definió los “bordes” o contenidos mínimos del proceso, también esboza una crítica: “se cifra en el rol de los expertos la garantía de una “buena” Constitución, lo que es una ilusión, pues los expertos tienen pre-comprensiones o adscripciones ideológicas, adscripciones a familias del constitucionalismo diversas (liberal, democrático social, popular, crítica, entre otras), visiones distintas sobre el arreglo político institucional en conexión con la historia y el futuro, y no tienen habilidades políticas necesarias, pues la Constitución es fruto de la política” (p. 166).
Sin duda el pasaje más interesante de la sección “Presente” es el esbozo de un análisis sociológico –“Chile en la trampa de los países de ingreso medio”– donde el autor identifica dos problemas básicos que marcan la cuestión constitucional: primero, una elite dividida y polarizada, y segundo, las “expectativas insatisfechas de la nueva clase media, despolitizada, aspiracional, moderna y desamparada en una sociedad con poca igualdad de oportunidades y dominada por el mercado”, lo que habría generado “un péndulo electoral izquierda-derecha, ubicuo a la nueva clase media, péndulo que se agiganta cuantitativamente con la incorporación a los procesos electorales de clases bajas o populares gracias al sufragio universal obligatorio”. El resultado de este vaivén es, finalmente, “un Estado (Gobierno y administraciones) acosado-desbordado por demandas sociales de clase e identidades, con serias dificultades para hacer frente efectivamente con su actividad servicial a tales demandas” (p. 175).
Es principalmente por esta razón –que se suma a la ya constatada falta de legitimidad de origen de la Constitución de 1980– que se hace imperioso que Chile enfrente “la trampa de los “países de ingreso medio” con nuevas instituciones políticas y un sistema político orientado a la gobernabilidad democrática y a la eficiencia de sus administraciones”, lo que “exige una nueva Constitución” (p. 176).
La pervivencia de la cuestión constitucional
Como ya se adelantó, la última sección del libro (“Futuro”) es una revisión pormenorizada del proceso de 2023, específicamente de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. ¿Por qué? Porque, a juicio del autor, ahí reside la mayor innovación de este proceso: el consenso sobre la consagración de un Estado social y democrático de derecho (innovación que ya se había incorporado en la propuesta de 2022, pero que no había contado entonces con el apoyo de la coalición de derecha).
Zúñiga argumenta aquí que las normas programáticas no son meras promesas vacías, sino que entrañan un mandato al legislador y al administrador para su realización. Se traducen, en el fondo, en normas de competencia. Esto requiere, obviamente, que estén bien redactadas y que contengan mandatos claros: “La norma consagratoria del Estado social y democrático de derecho es una regla de competencia, que impone directrices a las dimensiones estatales y a sus funciones; dado que es un Estado de derecho, un Estado social y un Estado democrático” (p. 226).
Sin embargo, en la propuesta definitiva, argumenta Zúñiga, no se construyó una configuración coherente del sistema de derechos fundamentales y sus garantías asociadas para asegurar el cumplimiento cabal de la fórmula de Estado social y democrático de derecho, fijada en los famosos “bordes”. En realidad, argumenta, “la “cuestión constitucional” no se ha abordado, en este sentido, con la sistematicidad coherente que debe existir para efectos de construir una arquitectura constitucional sólida, sino que se ha convertido en un ejercicio marcado más por un casuismo de oportunidad: es decir, por aquellos temas que, finalmente, se toman la agenda contingente” (p. 251).
Finalmente, en su post scriptum prospectivo, el autor sostiene que “se puede proyectar que, por vía de reformas constitucionales (siempre y cuando la nueva composición de los poderes Ejecutivo y Legislativo lo permita), podrían ser tratados tres contenidos que consideramos ineludibles: la reestructuración del régimen político, la construcción de un Estado social y democrático de derecho, así como la profundización del reparto territorial del poder” (p. 367). Nótese, con todo, que esos eran los tres ejes de la propuesta de 2022, no analizada por el autor.
Aquí Zúñiga reafirma su posición: “apresurarse hoy a cerrar sine die todo cambio constitucional no es sino torpeza u oportunismo político; un acto de ceguera respecto de la “cuestión constitucional”, que nos exige abordar el futuro o por-venir de la república” (p. 369). Esto nos obliga a evitar la tentación de una prematura clausura de la cuestión constitucional, ya que la actual Carta “no permite gobernar, ni construir mayorías, y menos sentar las bases de un orden político estable, así como de un orden social con cohesión, presupuesto de un desarrollo capitalista económico y social duradero” (p. 369).
Conclusión
En definitiva, estamos frente a un libro necesario para la comprensión del actual momento político, que podríamos denominar de agotamiento constitucional. Su lectura da cuenta de una verdadera continuidad entre la ruptura de 1973 y los problemas que afrontamos en el presente. El trabajo documental de la primera parte se revela, así, particularmente logrado. Lo mismo podemos decir respecto de la sección “Futuro” y la revisión de los contrastes entre la Comisión Experta y el Consejo Constitucional en la discusión sobre el Estado social y democrático de derecho.
Sin embargo, el análisis se queda corto al no considerar con profundidad la propuesta constitucional de 2022 (que, claramente, influyó en el desarrollo de los bordes constitucionales y, en particular, en la idea de definir a Chile como un Estado social y democrático de derecho). Asimismo, se echa de menos un análisis más detallado de lo que el propio autor reconoce como uno de los grandes obstáculos para la solución de la cuestión constitucional: nuestro alicaído sistema político.
De todas maneras, este libro es un gran aporte a la discusión constitucional y un buen antídoto a la tentación de darla por cerrada, lo que en todo caso constituiría –a la luz de lo expuesto por el profesor Zúñiga– apenas un falso cierre, que podría volver con mucha mayor fuerza en el futuro.
Notas
1. Francisco Zúñiga Urbina es abogado de la Universidad de Chile. Cuenta con estudios de posgrado en Derecho Público y Comparado en la Universidad Autónoma de Madrid y en la Universidad Complutense de Madrid, y en Derecho Constitucional en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Tiene múltiples artículos académicos y ha participado en diversas publicaciones colectivas. Además, ha volcado sus investigaciones en diversos libros, entre los que destacan Derecho, Estado y democracia (Ediciones Jurídicas de Santiago, 2022) y los tres tomos de Lecciones de derecho constitucional (Ediciones Jurídicas de Santiago, 2025). Actualmente es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Chile.
2. Schmitt distingue dos tipos de dictadura: la dictadura comisaria, que se corresponde con el origen latino de la palabra y consiste, básicamente, en un régimen de excepción o de emergencia donde se designa a un gobernante transitorio, el dictador, para imponer el orden durante un período acotado de tiempo, y la dictadura soberana, concepto moderno que designa a un gobernante de facto que no se entiende atado por la institucionalidad vigente, ni se encuentra constreñido por plazos acotados, y que, por ende, se da sus propias reglas en tanto “soberano”. El primer tipo de dictadura se utilizaba en la república romana y pervive en nuestros días bajo la figura del estado de sitio; el segundo es el caso común de los gobiernos revolucionarios modernos (Schmitt lo ejemplifica con el Comité de Salud Pública durante la Revolución Francesa). Véase: La dictadura: desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria, Revista de Occidente, 1968.
3. Todas las referencias de páginas están hechas al libro reseñado, excepto allí donde se indique otra cosa.
4. BARROS, Daniel. La constitucionalización del derecho en Chile. Análisis jurídico e histórico de
la evolución del fenómeno de constitucionalización del ordenamiento jurídico chileno, Ediciones
Jurídicas de Santiago, 2021, pp. 65-66, citado en Zúñiga, pp. 95-96.