Labor Parlamentaria
Diario de sesiones
- Alto contraste
Disponemos de documentos desde el año 1965 a la fecha
Índice
- DOCUMENTO
- PORTADA
- I. ASISTENCIA
- II. APERTURA DE LA SESIÓN
- III. TRAMITACIÓN DE ACTAS
- IV. CUENTA
- V.
ORDEN DEL DÍA
-
MODIFICACIÓN DE CÓDIGOS PENAL Y DE JUSTICIA MILITAR Y DE OTROS TEXTOS LEGALES EN LO RELATIVO A LA PENA DE MUERTE
- ANTECEDENTE
- INTERVENCIÓN : Sergio Mariano Ruiz Esquide Jara
- INTERVENCIÓN : Sebastian Pinera
- INTERVENCIÓN : Sergio Eduardo De Praga Diez Urzua
- INTERVENCIÓN : Luis Ricardo Hormazabal Sanchez
- INTERVENCIÓN : William Turpin Thayer Arteaga
- INTERVENCIÓN : Ricardo Navarrete Betanzo
- INTERVENCIÓN : Santiago Sinclair Oyaneder
- INTERVENCIÓN : Laura Soto Gonzalez
- INTERVENCIÓN : Ronald Mc Intyre Mendoza
- INTERVENCIÓN : Ricardo Nunez Munoz
- INTERVENCIÓN : Ricardo Martin Diaz
- INTERVENCIÓN : Carlos Gonzalez Marquez
- INTERVENCIÓN : Eduardo Frei Ruiz-tagle
- INTERVENCIÓN : Andres Zaldivar Larrain
- INTERVENCIÓN : Nicolas Diaz Sanchez
- DEBATE
-
AUTORIZACIÓN A ASOCIACIÓN NACIONAL PRO NIÑO Y ADULTO DEFICIENTE MENTAL PARA ENAJENAR INMUEBLE
- ANTECEDENTE
- INTERVENCIÓN : Olga Feliu Segovia
-
MODIFICACIÓN DE CÓDIGOS PENAL Y DE JUSTICIA MILITAR Y DE OTROS TEXTOS LEGALES EN LO RELATIVO A LA PENA DE MUERTE
- ACUERDO DE COMITÉS
- CIERRE DE LA SESIÓN
Notas aclaratorias
- Debido a que muchos de estos documentos han sido adquiridos desde un ejemplar en papel, procesados por digitalización y posterior reconocimiento óptico de caracteres (OCR), es que pueden presentar errores tipográficos menores que no dificultan la correcta comprensión de su contenido.
- Para priorizar la vizualización del contenido relevante, y dada su extensión, se ha omitido la sección "Indice" de los documentos.
REPÚBLICA DE CHILE
DIARIO DE SESIONES DEL SENADO
PUBLICACIÓN OFICIAL
LEGISLATURA 321ª, EXTRAORDINARIA
Sesión 5ª, en martes 16 de octubre de 1990
Ordinaria
(De 11:15 a 14:21)
PRESIDENCIA DEL SEÑOR GABRIEL VALDÉS SUBERCASEAUX, PRESIDENTE
SECRETARIO, EL SEÑOR RAFAEL EYZAGUIRRE ECHEVERRÍA
Í N D I C E
Versión Taquigráfica
Pág.
I. ASISTENCIA......................................................................................
II. APERTURA DE LA SESIÓN..........................................................
III. TRAMITACIÓN DE ACTAS...........................................................
IV. CUENTA............................................................................................
ORDEN DEL DÍA:
Proyecto de ley, en segundo trámite, que modifica los Códigos Penal y de Justicia Militar en lo referente a la pena de muerte (se aprueba en general)¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿..
Proyecto de ley, en primer trámite, que autoriza a la Asociación Nacional pro Niño y Adulto Deficiente Mental para enajenar inmueble (se aprueba en general y particular)¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿
Acuerdo de Comités¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿
I. ASISTENCIA
Asistieron los señores:
-Calderón Aránguiz, Rolando
-Cantuarias Larrondo, Eugenio
-Cooper Valencia, Alberto
-Díaz Sánchez, Nicolás
-Diez Urzúa, Sergio
-Feliú Segovia, Olga
-Fernández Fernández, Sergio
-Frei Ruiz-Tagle, Eduardo
-González Márquez, Carlos
-Guzmán Errázuriz, Jaime
-Hormazábal Sánchez, Ricardo
-Huerta Celis, Vicente Enrique
-Jarpa Reyes, Sergio Onofre
-Lagos Cosgrove, Julio
-Larre Asenjo, Enrique
-Lavandero Illanes, Jorge
-Letelier Bobadilla, Carlos
-Martin Díaz, Ricardo
-Mc-Intyre Mendoza, Ronald
-Navarrete Betanzo, Ricardo
-Núñez Muñoz, Ricardo
-Pacheco Gómez, Máximo
-Papi Beyer, Mario
-Pérez Walker, Ignacio
-Piñera Echenique, Sebastián
-Prat Alemparte, Francisco
-Ríos Santander, Mario
-Romero Pizarro, Sergio
-Ruiz Danyau, César
-Ruiz De Giorgio, José
-Ruiz-Esquide Jara, Mariano
-Siebert Held, Bruno
-Sinclair Oyaneder, Santiago
-Soto González, Laura
-Sule Candia, Anselmo
-Thayer Arteaga, William
-Urenda Zegers, Beltrán
-Valdés Subercaseaux, Gabriel
-Vodanovic Schnake, Hernán
-Zaldívar Larraín, Andrés
Concurrieron además, los señores Ministros de Justicia y del Trabajo y Previsión Social.
Actuó de Secretario el señor Rafael Eyzaguirre Echeverría, y de Prosecretario, el señor José Luis Lagos López.
II. APERTURA DE LA SESIÓN
-Se abrió la sesión a las 11:15, en presencia de 40 señores Senadores.
El señor VALDÉS (Presidente).-
En el nombre de Dios, se abre la sesión.
III. TRAMITACIÓN DE ACTAS
El señor VALDÉS (Presidente).-
Se dan por aprobadas las actas de las sesiones 2a. y 3a. ordinarias, en 3 y 9 de octubre en curso, que no han sido observadas.
El acta de la sesión 4a., ordinaria, en 10 de octubre en curso, queda en Secretaría a disposición de los señores Senadores, hasta la sesión próxima, para su aprobación.
IV. CUENTA
El señor VALDÉS (Presidente).-
Se va a dar cuenta de los asuntos que han llegado a Secretaría.
El señor LAGOS (Prosecretario).-
Las siguientes son las comunicaciones recibidas:
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Quiero iniciar esta sesión agradeciendo a la Cámara de Diputados la gentileza que ha tenido de cedernos, por hoy día y mañana en la mañana, su sala de sesiones, en razón de los arreglos que se están realizando en nuestro recinto normal de reuniones.
Mensaje
De Su Excelencia el Presidente de la República, con el que inicia un proyecto de ley que modifica el artículo 6°, inciso cuarto, de la Ley N° 17.798 sobre control de armas y explosivos.
-Pasa a la Comisión de Defensa Nacional.
Oficios
Del señor Ministro de Agricultura con el que da respuesta al oficio enviado en nombre del Honorable señor Máximo Pacheco, relativo a la situación de endeudamiento en la VII Región del Maule.
De la Embajada de la República Argentina con el que hace presentes sus atentos saludos al Honorable Senado, y transcribe, para su conocimiento, el texto de la Declaración sancionada el 9 de mayo de 1990 por el Honorable Senado de la Nación Argentina referente a la recuperación de la democracia en Chile.
-Quedan a disposición de los Honorables señores Senadores.
Informe
De la Comisión de Trabajo y Previsión Social, recaído en el proyecto de ley de la Honorable Cámara de Diputados sobre centrales sindicales.
-Queda para tabla.
Presentación
De la Comisión de Trabajo y Previsión Social, para solicitar la revocación del acuerdo adoptado el 18 de julio pasado -que dispuso que el proyecto sobre organizaciones sindicales fuese conocido por las Comisiones de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento y de Trabajo y Previsión Social, unidas-, a fin de que, en su reemplazo, dicha iniciativa legal sea informada por la Comisión de Trabajo y Previsión Social.
Sí le parece a la Sala, se accedería a lo solicitado.
-Así se acuerda.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Terminada la Cuenta.
V. ORDEN DEL DÍA
MODIFICACIÓN DE CÓDIGOS PENAL Y DE JUSTICIA MILITAR Y DE OTROS TEXTOS LEGALES EN LO RELATIVO A LA PENA DE MUERTE
El señor EYZAGUIRRE ( Secretario ).-
En el primer lugar del Orden del Día se encuentra el proyecto de la Cámara de Diputados que modifica los Códigos Penal y de Justicia Militar en lo referente a la pena de muerte, con informe de la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento. Tiene urgencia calificada de "Simple".
-Los antecedentes sobre el proyecto figuran en los Diarios de Sesiones que se indican:
Proyecto de ley:
En segundo trámite, sesión 13a., en 15 de mayo de 1990.
Informes de Comisión:
Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento, sesión 31a., en 12 de septiembre de 1990.
Discusión:
Sesión 4a., en 10 de octubre de 1990 (queda pendiente la discusión).
El señor EYZAGUIRRE ( Secretario ).-
La discusión general del proyecto se inició durante la sesión pasada y ahora proseguirá.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Varios señores Senadores se hallan inscritos para hacer uso de la palabra, de los cuales el primero es el Honorable señor Ruiz-Esquide.
Tiene la palabra Su Señoría.
El señor RUIZ-ESQUIDE .-
Señor Presidente , al decidir el Senado sobre la pena de muerte, para mantenerla en un determinado tipo de delitos o aboliría definitivamente de nuestros códigos, deseo distraer sólo unos minutos su atención para fundamentar mi voto favorable a la última posición.
Es un tema cuya discusión es secular y en que se entrecruzan argumentos de variada índole, como ya hemos escuchado en la sesión anterior, ocasión en la cual -así debo reconocerlo- el nivel de las intervenciones fue de tal grado que nos hace sentirnos disminuidos para participar.
Por ello, sólo quiero justificar mi pensamiento en estas brevísimas observaciones.
Creo que la materia en debate no corresponde a una simple aproximación legal o de utilidad social por su efecto, eventualmente disuasivo, y se halla en la raíz misma de nuestra visión del hombre y la sociedad, concebida como un instrumento de su crecimiento espiritual y, por ende, de la exigencia evolutiva. Está inserta, a mi juicio, en la visión fenomenológica de la muerte como "parte de la vida", según la visión de Heidegger, y por lo tanto, en el concepto de autoridad que, en uso de sus poderes, ha de moldear el tipo de vida que deseamos para el hombre. Por ello es difícil separarla -al decidir- de nuestras motivaciones más profundas, de nuestros raciocinios, pero también de nuestras experiencias personales. Por eso mismo la duda surge honesta frente a argumentaciones que la defienden como pena capital, y el peso magisterial nos sorprende a veces por lo contradictorio.
Reconozco por ello, señor Presidente , mi limitación para hacer un análisis puramente pragmático o legal. No tengo idoneidad para ello y reconozco la influencia ética de mi formación médica, que privilegia el respeto y el resguardo de la vida y condiciona mis decisiones en las situaciones límites. Reconozco, asimismo, que el correr del tiempo y la experiencia cercana con el hombre común, sufriente -más veces enfermo que equivocado al delinquir; menos libre de lo que teóricamente parece en un mundo alienante, que es casi desconocido para nosotros-, me han marcado más por el perdón que por la severidad, y me han conmovido con la inmensa capacidad de perfectibilidad del hombre y su gran necesidad de cambiar las bases valóricas del mundo.
Por eso este debate, a mi entender, no es sólo jurídico. Nos coloca en la necesidad de asumir el tema con estricta coherencia entre lo que aspiramos para el futuro como valores de la sociedad y el significado de esta decisión; coherencia entre lo que estimamos esencial y decisorio para procurar una superación de la sociedad y aquello que -aun con sólidos argumentos- expresa, trasunta o conlleva una detención del proceso evolutivo del hombre. No deseo magnificar el punto sacándolo tal vez de su ámbito puramente legal o criminológico; pero los argumentos escuchados en la sesión pasada y su profundidad -aunque algunos de ellos no los comparta- me convencen de que tengo la razón al enfocarlo de esta manera.
Cuando la ley mosaica asienta el derecho de matar al que mata, de responder a la destrucción del ojo con la destrucción de otro ojo, está avanzando en el concepto de proporcionalidad entre el delito y la pena, para que nadie mate porque perdió un miembro o para que la autoridad no sancione al delincuente con una pena desproporcionada. Lo que hoy nos parece una monstruosidad fue un avance conceptual de perfectibilidad en la sociedad a la que entrega sus tablas de la ley. Es a esa ley a la que el mensaje de Cristo apunta perfeccionar cuando propone amar al que hiere o mata, poniendo la otra mejilla.
No lo hace, señores Senadores, para salvar al delincuente, sino para salvar a la sociedad, y por ende a sus miembros sanos, de caer en el primitivismo de la respuesta agresiva que, aunque sea nimbada de racionalidad, es un camino regresivo, una vuelta al más primario de los automatismos.
Es ésa, a mi juicio, la cuestión de fondo: cómo ordenamos la sociedad para que ella se transforme realmente en una vía de salvación y perfección humana; cómo ordenamos las leyes para que del dolor surja una evolución de perfección y no una fosilización o un retroceso.
En la más pura concepción cristiana, el horror de un delito cometido por un hombre es el dolor de una agresión cometida libremente por un igual o por un hermano. De lo que se trata entonces es:
¿Podemos y debemos aprovechar ese acto para que yo, como sociedad, y por ende, yo, como individuo partícipe de ella, camine en el sentido de la perfección asumiendo esa falta, haciendo míos los dolores y abriendo espacios en la conciencia colectiva, no sólo frente a la pena de muerte, sino también a toda muerte?
¿O simplemente vamos a sancionar como digno y aceptable que la sociedad -como un acto de suprema reflexión a través de los mejores y más prudentes- consolide la tesis de que la muerte es un camino lícito para resolver las dificultades?
¿Qué evolución es posible en ello?
¿Qué sentido tendría así la organización social con una autoridad conductora que en nada diferiría de la pura y simple reacción agresiva del que responde en el momento, como un mecanismo de sobrevivencia en la defensa propia?
Ésta es la respuesta automática, condicionada biológicamente, en la que no opera la reflexión que encierra la decisión de los tribunales. A la primera no es dable exigir una visión analítica de si es un acto que apunta a la superación del género humano. A la segunda sí, porque es un acto de autoridad, y la esencia de su justificación es hacer crecer a aquellos sobre los que se ejerce. Su raíz etimológica -"augere", es decir, crecer- así lo ratifica.
Es esa opción, la de aceptar la eliminación de un hombre como lícita para resolver los problemas de la sociedad, lo que atenta contra este concepto de necesaria y constante superación de la sociedad, para que se justifique como instrumento de salvación del género humano.
Reconozco -y se ha mencionado en el debate- que a esta posición se opone la concepción tomista del derecho del cuerpo social a separar -en aras de esa misma superación- al miembro enfermo para salvar el todo. Es la analogía del cirujano que salva al amputar, justificando la mutilación.
Con todo el peso magisterial que la opinión tiene para quienes asumimos la fe en nuestras conductas, no se nos muestra aceptable esa analogía, según las palabras del propio pontífice Pío XII. Al dirigirse al Congreso de Histopatologia del Sistema Nervioso el 14 de septiembre de 1952, se pregunta:
¿Puede realmente la autoridad pública, en interés de la comunidad, limitar o suprimir aun el derecho del individuo sobre su cuerpo o sobre su propia vida, sobre la propia integridad corporal o psicológica? Y se responde en un largo alegato, que en su parte pertinente concluye: "El cuerpo físico tiene una unidad subsistente. Cada miembro es una parte integrante destinada esencialmente a integrarse a la totalidad del organismo. Fuera de él no tiene -por su propia naturaleza- sentido ni finalidad.". Sucede completamente lo contrario en la comunidad moral y en todo organismo de carácter puramente moral. Aquí el todo no tiene una unidad subsistente en sí mismo, sino una unidad de finalidad y acción.
En la comunidad los individuos son simplemente colaboradores e instrumentos para que ella pueda alcanzar su fin, porque tienen naturaleza y finalidad propias.
¿Qué se sigue, por lo tanto, para unos y para otros, según las enseñanzas de este pontífice? Son sus propias respuestas las que transcribo: "El dueño y usufructuario del organismo que tiene una unidad subsistente puede -por el bien del conjunto- paralizar, destruir, mutilar y separar sus miembros. Pero cuando el todo tiene sólo una unidad de finalidad la autoridad pública tiene un poder directo y el derecho de establecer exigencias a las actividades de las partes, pero en ningún caso disponer de su ser físico. Por ello todo atentado directo a su esencia constituye un abuso de competencia por parte de la autoridad.".
Hay, pues, una diferencia esencial entre disponer de los bienes o de la misma libertad de los individuos sujetos a la autoridad en aras del bien común y disponer de lo esencial, como su vida, que no ha sido entregada por ésta.
De este concepto surge nuestro respeto irrestricto a la vida, que se asienta en la visión ética de la medicina y que imprime carácter a nuestras decisiones. "La condición de inocente o malhechor no modifica la calidad de ser humano", dice la declaración del Consejo del Colegio Médico, de septiembre de 1985 -a propósito del tema-, como suprema opción para nuestras decisiones.
Creo que este respeto a la vida -aun con todos los elementos controvertibles que pueden argüirse frente a hechos brutales o emocionalmente intolerables- es la esencia de un cambio cualitativo de la sociedad que buscamos.
Asentarlo es abrir caminos en la conciencia colectiva en otros campos aun más trascendentes que el tema en cuestión. Pero no asentarlo -como decisión de la autoridad- es fosilizar el pensamiento humano y constreñir la evolución de la sociedad, cuya superioridad moral está en que no hace lo mismo que el delincuente, según una expresión del profesor de Derecho Penal don Alfredo Etcheverry . Considero que el respeto a la vida es -dramáticamente- el más lento de los progresos del hombre en cinco mil años de historia. Y a veces pienso si la agresividad no es consustancial con su naturaleza, al ver que ha llegado a dominar casi todo lo que está a su alcance, menos esa tendencia biológica a destruir al semejante. Destrucción que asume en virtud de su propia y soberana opinión, olvidando lo esencial: que no puede quitar lo que no proviene de él, sino de Dios. Me conforta el hecho de que aun así hemos avanzado desde la respuesta primitiva y crasa, que carecía de sanción por estimarse lícita, a la proporcionalidad de la ley mosaica, al perdón cristiano que asume el costo de la rehabilitación del caído y hasta la progresiva comprensión del carácter vergonzoso de la pena de muerte a que ha llegado hoy la comunidad universal.
Debemos crecer en este desarrollo interior -como individuos y como sociedad- hasta lograr una evolución superior. La autoridad está para eso: para crecer y hacer crecer a aquellos sobre los que se ejerce, como ya lo señalé.
La pena de muerte es, a mi juicio, un retroceso en esa perspectiva.
Para los cristianos la muerte no es el fin.
Es, en verdad, el retorno al principio, raíz y esencia del todo, que es Dios. De ello somos imagen y semejanza; pero no somos el todo ni podemos jugar a serlo. Lo señalo porque he escuchado en este Senado un brillantísimo alegato en pro de considerar la pena capital como un ocasional camino de salvación del condenado al encontrarse frente a la muerte.
Por lo impactante del testimonio señalado, bien pudiera llegar a ser un elemento justificatorio, y no deseo que quede sin ser mencionado. Hay en ello la vieja tentación del juicio de Dios que busca racionalizar nuestras acciones, asumiendo -si creemos en el libre albedrío- el derecho de abrir o cerrar las puertas del cielo por nuestra intermediación. Hay ahí una simiente del diabólico plano inclinado de la justificación del sufrimiento impuesto al enemigo o al hereje para que en su arrepentimiento encuentre a Dios. Aun cuando no se busque como intención, se está usurpando el poder de Dios, como lo señala Carnelutti, y asumiendo una suerte de deidad. No estoy tan cierto de poseer la verdad sobre la materia que discutimos, pero sí lo estoy en cuanto a que para los cristianos esta argumentación no puede ser esgrimida sin caer en una peligrosísima aberración sobre los derechos del poder. En esa aberración sobre el límite y capacidad de discernir acerca de la vida y la muerte está la raíz de todos los males y de todos los abusos que los Estados han ejercido secularmente sobre la naturaleza intangible del hombre y sus derechos a la vida y a su corporalidad. Utilizar el arrepentimiento del delincuente a la hora de la muerte como un elemento confirmatorio de la licitud de la decisión de eliminarlo es una dramática tendencia y es abrir camino a la justificación de la soberbia del que manda. Es el sustrato del terrorismo de Estado cuyos dolores ha sufrido por siglos la humanidad. En la recta doctrina cristiana es inadmisible, más allá de la lógica y obvia contrarrespuesta: si el delincuente se ha arrepentido, ¿para qué eliminarlo? ¿Por qué privarlo, entonces, por esa misma razón, de ejercer en la Tierra ese arrepentimiento que lo haría santificarse? Y si el arrepentimiento es imperfecto, según la concepción cristiana, o si no hay arrepentimiento, como sucede en tantos casos, ¿tiene derecho la autoridad, asumiendo el argumento que cito, a interrumpir la vida, condenándolo, desde esa perspectiva cristiana y con esa autoridad, irremisiblemente a la no salvación?
No estamos analizando lo que seria el juicio final de esa alma -no podríamos pretenderlo sin caer en la insania-, sino la conducta de la autoridad que condena y se justifica en el arrepentimiento del condenado.
La muerte y la vida están entrañablemente unidas hasta ser sólo "tiempos" de una misma realidad. Pero hay una muerte "inmanente a la vida", perteneciente a ella, parte del proceso de llegar a ser, inseparable de la temporalidad y asumida como origen de dinamismo y crecimiento. Es la "muerte vivida", en la nomenclatura de Von Gebsattel. Cada día no es el estar más cerca de la muerte, sino el acceder a más cosas buenas y a una sabiduría que ese día nos trae y hace crecer interiormente. Ahí la muerte es atemporal, no reflexionada. Pero hay otra muerte -la "muerte sabida", según el mismo autor-, trascendente a la vida, objetiva, insondable y angustiante, donde cada día que se sabe cercano a la fecha de su ocurrencia es una obsesión que el alma no puede tolerar y que cuando se conoce equivale, no a evolucionar en lo logrado, sino a un terminar en la nada. Es un equivalente a la forma más nihilista de la depresión, que la normalidad rehúye hasta la obsesión y que la pena capital impone con inusitada crueldad, como una suerte de muerte ajena. Como señala la siquiatría moderna, nada es más abiológico que esa circunstancia, expresada cabalmente en la pena de muerte que hoy discutimos, que ni siquiera tiene el efecto disuasivo de criminalidad, según demuestra la realidad histórica y actual. Por eso, creo sinceramente que tal crueldad -reflexiva de parte de la sociedad- no puede tener justificación en el proceso de hominización actual.
Estoy consciente de que los ejemplos de horror son indefendibles y de que las respuestas comprensibles sean de la máxima drasticidad. El alegato que he intentado hacer obedece precisamente a la posibilidad de la sociedad de superar esa respuesta agresiva. Lo creo, porque hemos partido del supuesto de la plena y libre capacidad del delincuente para actuar, ya que los propios defensores de mantener la pena capital reconocen que no es del caso plantearla cuando se trata de enfermos carentes de albedrío.
¿Pero es eso así realmente?
Considero que no es el momento de formular esta interrogante, que aterra a la luz de los últimos elementos científicos. Sin embargo, ya hay quienes han comprobado, con el método de la resonancia protónica, la carencia anatómica de pequeñas porciones del cerebro en los criminales de alta agresividad, en patrones similares a los de portadores de sicopatías, lo que da al tema una connotación aun insospechada. No es un argumento científico para sacar conclusiones apresuradas; es sólo un elemento para ratificar mi opción. Nada justifica que el cuerpo social pueda disponer de la vida de un hombre; menos aún la de un hombre solo ante sí mismo. Creo que todavía hay demasiada oscuridad en el juicio humano para eso.
Señor Presidente , sé que éste es un tema de discusión secular. Y debo admitir, con mucha honestidad, que dudo ante argumentos contrarios tan brillantes como los escuchados a otros colegas. Pero he aprendido a saber que la verdad, entre los hombres, nunca está en una sola parte.
Por eso pienso que la decisión sobre la pena de muerte debe basarse en esta visión global de la humanidad, a la que quiero encaminarme. Por ello, estoy en contra de su aplicación.
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Está inscrito a continuación el Honorable señor Piñera.
Tiene la palabra Su Señoría.
El señor PIÑERA.-
Señor Presidente , Honorables colegas, hoy nos toca continuar el debate del proyecto tendiente a abolir la pena de muerte en nuestro país.
La discusión del tema ha dividido a los hombres durante gran parte de la historia moderna y ha involucrado argumentos de carácter religioso, moral, político y jurídico. Y vemos que hoy esa misma deliberación sigue dividiendo al Honorable Senado, manifestándose posiciones basadas, sin duda, en la buena fe y en la rectitud de conciencia.
La polémica se ha centrado en dos cuestiones fundamentales, aunque de naturaleza muy distinta. Primero, si la pena de muerte es legítima o ilegítima, y segundo, si ella es conveniente o inconveniente.
La controversia acerca de su legitimidad es, por cierto, un problema normativo, de principios, y toca muy profundamente la conciencia individual de cada persona. En el fondo, se trata de dilucidar si el Estado tiene o no el derecho de disponer de la vida de los ciudadanos que hayan incurrido en cierto tipo de conductas.
Desde luego, no está en discusión el derecho del Estado a aplicar penas a los que violan el orden jurídico, dañando con ello el orden social, sino si ese derecho, al igual que todos los derechos del Estado sobre los hombres, tiene ciertos límites, más allá de los cuales simplemente no es legítimo llegar. Creo que la vida humana es el más evidente e importante de tales límites.
Desde un punto de vista cristiano, estoy plenamente consciente de la ausencia de una condenación expresa de la pena de muerte por parte del magisterio cristiano. Pero también estoy consciente de que tampoco hubo de éste un pronunciamiento expreso que condenara la esclavitud como contrario a la ley natural, y de que no sólo no rechazó la tortura como contraria a la ley natural, sino que la incorporó a su propio derecho y la puso en práctica en sus propios tribunales. Y, sin embargo, nadie podría invocar hoy la falta de una condena expresa por parte del magisterio cristiano a la esclavitud o a la tortura como un argumento en favor de su legitimidad.
Es indudable que el Antiguo Testamento acepta la pena de muerte y consagra la ley del talión, al igual que muchas otras cosas, como la poligamia y el derecho al repudio. Pero también es cierto que la doctrina del amor al prójimo (incluso al enemigo) y la del perdón de las ofensas (no de la ley del talión) del Nuevo Testamento son difícilmente conciliables con la sanción capital. De hecho Jesucristo, en su única aproximación al tema, antes de ser él mismo víctima de la pena de muerte, y a pesar de haber dicho "al César lo que es del César", rechazó la imposición de la pena de muerte a la mujer adúltera, aun cuando estaba contemplada expresamente en la ley de la época.
Sin duda, es sorprendente constatar la variedad de pensamiento existente en el seno de la Iglesia Católica respecto de la legitimidad de la pena de muerte. Desde un San Agustín que, aun cuando en forma vacilante, sostuvo que la pena de muerte significa atribuirse un derecho que sólo pertenece a Dios -único Señor de la vida-, hasta un Santo Tomás, quien en forma clara y enérgica justificó la pena de muerte basado en el principio de la totalidad o de la subordinación de las partes al todo, llegando a afirmar incluso que el delincuente se ha rebajado a un nivel similar al de las bestias y que, en consecuencia, la autoridad puede disponer libremente de él para utilidad de los demás, al igual como lo haría con cualquier otro animal.
Sin embargo, este pensamiento ha tenido una evolución notable en los últimos tiempos. Basta citar el criterio unánime de los obispos franceses que, en el año 78, expresaron su más absoluta y categórica oposición a la pena de muerte, la cual logró ser abolida en Francia tres años después. Y también el pensamiento que en esta materia han tenido importantes hombres de iglesia en nuestro país, como el Arzobispo de Santiago . Ellos sostienen que la abolición de la pena de muerte corresponde a un progreso de la humanidad en su valoración y respeto por la vida humana. Yo estoy de acuerdo con tal posición.
Por otra parte -como humanista y recurriendo al Derecho Natural-, creo que la dignidad del ser humano significa ciertos derechos inherentes e inalienables; y entre éstos está sin duda la inviolabilidad del derecho a la vida.
Éste no es un derecho o un privilegio que el Estado pueda conceder por buena conducta. Tampoco es un derecho que el Estado pueda retirar por mala conducta. El derecho a la vida es un límite infranqueable para la soberanía del Estado, y en consecuencia constituye un límite a lo que el Estado pueda hacer a un hombre, a una mujer o a un niño.
Por estas razones, no considero legítima la pena de muerte, aunque ciertamente no pongo en duda y respeto la buena fe y la recta conciencia de quienes piensan lo contrario.
Creo fundamental destacar la gran prudencia y responsabilidad con que el informe de la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia enfrenta este delicado tema, estableciendo múltiples resguardos y prevenciones en esta materia.
Estamos conscientes de que dicha pena, según ese informe, sólo se aplicaría a los delitos de máxima gravedad; que sólo existe como pena máxima y nunca como pena única; que no puede dictaminarse sobre la base de presunciones, y que siempre requiere la unanimidad del tribunal colegiado para aplicarla, y que, además, estará siempre sujeta a la posibilidad de petición de clemencia.
Respecto de la conveniencia de la pena de muerte como tal, hemos oído en el Senado exposiciones extraordinariamente brillantes y elocuentes. De ella existen tres características que han sido aludidas en este debate: el carácter retributivo, el carácter rehabilitador y el carácter ejemplificador.
Respecto del carácter retributivo, creo que un conocimiento de las cárceles chilenas nos permite llegar al convencimiento de que prácticamente todos los delitos posibles pueden encontrar una pena retributiva si es que se establece. Y en esta materia tal vez debería haber una innovación: la posibilidad de reimplantar con efectividad la cadena perpetua.
En cuanto al carácter rehabilitador de la pena de muerte, sin duda que algunas personas, frente a ésta, experimentaron un proceso de rehabilitación, como claramente expuso, mediante un testimonio, un señor Senador que nos antecedió en esta discusión. Sin embargo, pienso que ésa es la excepción y que la mejor ocasión para rehabilitarse se encuentra en la oportunidad de vivir. Y desde ese punto de vista, sin perjuicio de ejemplos extremos, creo que la pena de muerte no cumple con su rol rehabilitador.
Y respecto de su carácter ejemplificador, a mi juicio, toda la vivencia moderna en esta materia, incluyendo un reciente estudio comparativo de Naciones Unidas -de entre 37 países del mundo había algunos que la tenían y otros que no la tenían; algunos la habían abolido y otros la habían reimplantado-, la conclusión fue que no existían presunciones fundadas para poder establecer la supremacía de la pena de muerte con relación a otras como un elemento ejemplificador.
Finalmente, creo que hoy estamos discutiendo en Chile la eventual abolición de la pena de muerte. Éste ha sido un largo proceso, en el cual, poco a poco, todos los países han ido avanzando en la misma dirección: abolir, restringir o establecer condicionamientos para la imposición de esta pena.
De hecho, la Convención de Derechos Humanos impuso en esta materia condiciones muy claras; y en el pacto de derechos humanos y sociales -del cual Chile hoy día es signatario- los países contraen el compromiso de no tipificar nuevos delitos que puedan ser merecedores de la pena de muerte y de no establecer ninguna eliminación de las condiciones existentes al momento de la firma de ese pacto para implantarla. .
En síntesis, la dirección y la tendencia de la humanidad apuntan a un norte muy claro.
Yo quisiera preguntar a mis Honorables colegas: si acaso lo que hoy está en discusión no fuera la abolición o no abolición de la pena de muerte, sino implantarla o no implantarla, ¿quiénes estarían a favor de dar un paso en la dirección contraria, o sea, implantar en Chile la pena de muerte?
Pienso que, tarde o temprano, el progreso de la humanidad en la valoración por la vida va a llevar a que los países, uno tras otro, tiendan a abolir esta pena.
Si tenemos la oportunidad de hacerlo hoy día, ¿por qué dejarla pasar?
Deseo terminar mi intervención recordando un breve párrafo escrito por un gran escritor latinoamericano - García Márquez - que me causó gran impresión cuando lo leí. El trató, mediante este ejemplo, de dar un argumento en favor de cómo la pena de muerte tiende a desnaturalizar a los seres humanos que se ven directamente involucrados con ella, ya sea como víctimas o como victimarios. Citaba el ejemplo de una prisión en Ávila durante la Guerra Civil Española, donde había una persona condenada a muerte. En una mañana de invierno muy fría, el pelotón de fusilamiento la sacó de su celda para llevarla a donde sería ejecutada, ubicado a más de 200 metros del lugar en que se encontraba. El prisionero vestía ropas precarias. A medida que caminaban sobre la nieve esos 200 metros, se quejaba del frío constantemente; igual hacían los soldados encargados de su ejecución. Tantas fueron las quejas del prisionero por el frío durante el trayecto, que el capitán que estaba encargado de su ejecución, en un momento dado, perdió la paciencia y le dijo -perdónenme la expresión, pero voy a ser textual-: "¡Cállate, cabrón, ten un poco de conciencia de nosotros, que todavía tenemos que volver!".
He dicho, señor Presidente.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Diez.
El señor DIEZ .-
Señor Presidente , en este debate respecto a la mantención de la pena de muerte en nuestra legislación hemos escuchado -no hay duda- discursos muy serios sobre la materia; pero, también, pasajes de dudoso gusto, y que, a mi juicio, tienden más a lo emocional que al cumplimiento de nuestra obligación de legisladores.
No quiero entrar en el debate teórico acerca de si es o no es legítima la aplicación de la pena de muerte.
Deseo expresar con franqueza que las opiniones vertidas en esta Sala por el Honorable señor Guzmán son compartidas por mí, y me evitan entrar en el análisis ideológico del tema.
Sí es mi propósito intervenir, en nuestra obligación de juristas y de legisladores, en lo tocante a las situaciones concretas conforme a las cuales la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento recomienda al Senado la mantención de la pena capital.
En primer lugar, quiero rechazar algunas expresiones que en esta discusión se han señalado, que tienen más carácter de consignas políticas que de exámenes serios con relación a la materia, presentando a quienes creemos que se debe aplicar la pena suprema frente a determinados delitos como sostenedores de una especie de "civilización de la muerte", en contra de la tesis opuesta, que sería partidaria de la "civilización de la vida". ¡Nada más ajeno, ni nada más perturbador para el entendimiento del problema que esta consigna!
Y en el análisis de las materias en que la mayor parte de la Comisión ha decidido mantener la pena capital, el Senado se dará cuenta de la futilidad de este argumento de distinción entre los partidarios de la vida y los de la muerte.
La mayoría de la Comisión de Legislación acordó mantener la pena de muerte en el Código de Justicia Militar para los casos de delitos de alta traición durante una guerra externa.
También hemos oído en el transcurso de este debate, en forma indirecta o velada, la idea de que quienes estamos de acuerdo en mantener la pena suprema somos como favorecedores de la guerra, olvidándose varias cosas esenciales para entender la situación de la guerra.
Primero, la guerra no es una decisión militar; es una decisión política. De acuerdo con nuestro sistema jurídico, somos nosotros y el Presidente de la República quienes podemos declararla. Los militares cumplen con su deber, y la sufren. Son las autoridades políticas las que en caso extremo pueden declarar la guerra. Y esta declaración de guerra -tomada con todos los resguardos de la Constitución Política- no me cabe duda de que tiene por objeto defender bienes fundamentales, como la existencia de nuestra propia comunidad como país.
Si nosotros, las autoridades políticas declaramos la guerra, los hombres de Chile, de diversa condición, tendrán que concurrir a ella. Irán a arriesgar la vida, y también -aunque esto parezca brutal- a matar al adversario. ¡Porque eso es la guerra! Y cuando se está en guerra, nosotros creemos que no es conveniente ni legítimo que mientras los hijos de Chile tienen la posibilidad de ser muertos en ella, al traidor la legislación le garantice la vida. Porque una vez sorprendido en su traición no puede ser condenado a muerte jamás, aunque por su acción hayan perdido la vida miles de soldados chilenos; aunque por su traición el país -incluso teóricamente- pueda ver afectada su propia existencia.
No quiero, señor Presidente , sumar mi voto, en el caso concreto de la guerra externa declarada, para garantizar la vida al traidor, mientras, como legislador, he mandado a la muerte a muchos de nuestros propios hijos para defender los valores fundamentales de la patria. "Garantía de vida al traidor, riesgo de muerte al patriota" es una ecuación que no me parece justa, y que, a mi juicio, no corresponde a la tradición chilena ni al honor de nuestras Fuerzas Armadas.
Pero no somos el único país donde rige la pena de muerte en estas circunstancias. Por nombrar algunos: en América, Argentina, Brasil, Chile, Perú y Estados Unidos; en Europa, España , Holanda e Inglaterra; en Oceanía, Nueva Zelandia, y en Asia, Israel . Todos ellos mantienen, igualmente, la sanción capital por consideraciones absolutamente similares a las que he expuesto en esta mañana en el Senado.
Por eso, mantenemos la pena capital en los casos graves de traición en la guerra externa declarada por las autoridades políticas, y sufrida por las Fuerzas Armadas.
Hemos mantenido también la pena de muerte en el caso de ciertos delitos terroristas, fundamentalmente aquellos que privan de la vida a la autoridad o a representantes de ella.
Señor Presidente , desde que se fundó el Cuerpo de Carabineros son cerca de 800 los efectivos que han sido muertos en el ejercicio de su deber. ¡Ochocientos carabineros mártires y, con nuestra legislación actual, nadie ha sido condenado a muerte por el asesinato de uno solo de esos policías uniformados!
¿Se justifica que nosotros también garanticemos la vida a los asesinos de servidores públicos, bajo el imperio de circunstancias sumamente graves y perturbadoras para la marcha de la sociedad, como el delito terrorista?
Conocida la eficacia del terrorismo contemporáneo por la poderosa acción de los medios que la técnica y la ciencia han puesto a su disposición, yo no quiero garantizar la vida a quien usa esos medios y esa técnica para matar quizá a decenas o centenares de sus semejantes. No quiero garantizársela. Quiero usar todos los medios a mi alcance para asegurar la vida de la generalidad de la población.
Y en materia de derecho penal sustantivo, señor Presidente, hemos mantenido la pena de muerte, siguiendo la doctrina internacional de la restricción para casos extremadamente graves.
Aquí se ha pretendido tocar la sensibilidad del Senado, y se ha hecho descripción de los sufrimientos de un condenado a muerte, electrocutado o en la cámara de gas. Sería igual que si yo aquí, para convencer al Senado de mantener la pena de muerte en ciertos delitos graves, hiciera la descripción del secuestro de un menor violado y muerto por su secuestrador. ¡Qué escenas se podrían pintar! ¡Qué matices, qué dramatismo macabro se podría dar a la descripción del delito! Pero no es ése el problema. El problema es si yo quiero garantizar la vida de ese delincuente, libre, sin circunstancias atenuantes de ninguna especie, que ni siquiera puede invocar la buena conducta anterior; o si me interesa defender a la sociedad incluso de la posibilidad de que, de no existir la pena de muerte, ese hombre pueda reincidir.
Hemos sido cuidadosos -y la legislación chilena lo es, tradicionalmente- en la aplicación de la pena de muerte. No sólo se necesitan los requisitos que se han señalado con precisión a este Honorable Senado -no se puede aplicar por presunciones; puede ser impuesta a delitos cada vez más graves por la unanimidad del tribunal colegiado que la aplica, y aún, se analiza la situación para recomendar el indulto al Presidente de la República , quien, en definitiva y en forma general, es el último que decide sobre la pena de muerte-, también hay que tomar en cuenta que el juez que puede aplicarla no como pena fija sino como máxima de una escala de penas, le basta la presencia de una atenuante para que no pueda imponerla.
Por eso el problema no es de los partidarios de la vida o de los partidarios de la muerte. El problema radica en la defensa de una sociedad, tomando todas las garantías, y de no privilegiar a los delincuentes sobre otras categorías de ciudadanos, como en el caso del Código de Justicia Militar. Y en poner el acento -y también hay que decirlo con franqueza- en un momento en que aun ni siquiera es oportuna la discusión por la red de violencia que hay en el país.
Yo podría, quizá, traer la prensa de hoy y dar cuenta de la muerte a pedradas, degollado, de un niño en Valparaíso, menor de diez años, deficiente mental.
Estamos, señor Presidente, en un momento en que ni siquiera es oportuno analizar la disminución del peso del Estado sobre la delincuencia que aumenta.
Yo, señor Presidente , respeto profundamente a los que, por razones ideológicas, como los Honorables colegas que me han precedido en el uso de la palabra, no son partidarios de la pena de muerte. Creo que el mantenerla implica de parte nuestra una actitud que no nos es simpática, que repugna a nuestro sentir natural; pero que nos obliga, como legisladores -a nuestro juicio personal- a tomar esta decisión, porque nos está encargado a nosotros no defender nuestro prestigio, ni ser simpáticos, ni aparecer en posición de defensores de principios superiores sobre la vida. A nosotros nos está impuesto, con toda su firmeza y con toda su profundidad, el deber de proteger al cuerpo social, a sus defensores y a los que forman parte de él.
Por estos motivos, hemos mantenido la pena de muerte para hechos muy específicos: en el de guerra externa, de atentados terroristas y en ciertos, determinados y muy pocos casos de nuestra legislación penal.
Muchas gracias.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Ofrezco la palabra al Honorable señor Hormazábal.
El señor HORMAZÁBAL .-
Señor Presidente , creo que estamos participando en un debate con todas las exigencias que la seriedad del tema plantea. Me parece que ha sido una interesante etapa de aprendizaje -por lo menos para el Senador que habla- el escuchar a mis estimados y destacados colegas argumentando sobre un tema de esta trascendencia; particularmente para mí, que he visto exponer aquí a dos destacados profesores míos, que han señalado sus argumentos, con la versación y la profundidad que les caracterizan.
Y me parece destacable que sea precisamente en este marco el que una iniciativa como la que el Ejecutivo ha presentado pueda ser recibida, tratada y discutida del modo como lo está haciendo el Senado.
En primer lugar, quiero decir objetivamente que este proyecto se inserta dentro de lo que es la evolución que se está dando en el mundo respecto a las concepciones abolicionistas de la pena de muerte. Tengo uno de los últimos informes de las Naciones Unidas sobre el particular, donde se señala, con bastante nitidez, que ésta es la tendencia que está marcando la legislación penal en el mundo. Debo señalar que, en todo caso, las estadísticas aún muestran en las Naciones Unidas una mayoría de países que mantiene esta sanción con relación a los que han procedido a aboliría, ya sea para todos los delitos o, fundamentalmente, para algunos muy excepcionales. Los datos de enero de 1990 muestran, según Naciones Unidas, que 77 países han abolido la pena de muerte en la legislación o en la práctica y que 91 siguen manteniéndola. Se dispone aún de pocos datos sobre el uso que se hace de ella en cuanto a sentencias o ejecuciones.
Resulta relevante destacar además, para los efectos de despejar apriorismos ideológicos, que el proceso abolicionista se ha dado en países de los más variados regímenes, incluso en aquellos con concepciones humanistas de diverso carácter o ideologías en confrontación hasta hace muy poco tiempo.
La tendencia más reciente señala que, en el período 1984-1988, 11 países han abolido la pena capital, mientras que sólo tres la habían abolido durante el período comprendido entre 1979 y 1983.
Es evidente entonces que la iniciativa del Ejecutivo se enmarca en un proceso que desarrolla la humanidad al margen de consideraciones ideológicas, políticas o doctrinarias.
En segundo lugar, el proyecto se presenta después de una etapa tremendamente difícil en la convivencia nacional, en la cual la tendencia natural del hombre a ver a otros como sus enemigos se exacerbó, y donde la no existencia de canales apropiados para expresar la disidencia y la convergencia fueron generando situaciones de incomunicación que, para algunos, sólo podían ser resueltas con la eliminación del que pensaba distinto.
Nosotros estamos en un proceso de reconstrucción valórica e institucional en el cual este proyecto es nuevamente un aporte. Y es natural. En circunstancias en que la vida humana fue tan despreciada y en que la vida humana ha sido un bien prescindible para extremistas de cualquier signo, obviamente que de nuevo esta iniciativa recoge una aspiración muy sentida de vastos sectores de la comunidad nacional.
Sin embargo, un debate como éste, señor Presidente, debería de nuevo mantener la altura pertinente para garantizar que los chilenos tengan la posibilidad de que sus ideas se expresen y que las diferentes opciones se planteen con nitidez.
Por eso quiero afirmar que éste no es un tema que responda a concepciones principistas, que pudieran derivar en una abstracción respecto de las realidades a las cuales estamos confrontados todos los días. Es una reiteración permanente del Magisterio de la Iglesia para quienes somos creyentes, por ejemplo, el que "Una misma doctrina social de la Iglesia admite y aun exige, según las distintas circunstancias sociales y personales, pasar por la mediación laical de diferentes proyectos históricos, programas de partido, juicios de hecho y aplicaciones varias".
No es entonces la manera de discutir si unos responden a ciertos principios y otros los atentan, sino de qué manera, usando esta libertad consustancial a nuestras creencias, podemos definir proyectos históricos, programas, juicios de hecho y aplicaciones que se orienten hacia los principios que cada uno respetamos y promovemos.
Es evidente además, señor Presidente , que el tema de la vida es el principal valor que ha estado presente en el debate de los distintos sectores que aquí han participado. Y sobre la vida ya ha quedado establecido que el mandato de "no matarás", que tiene una significación profunda y trascendente, posee adicionalmente una mediación a la cual estamos convocados nosotros, quienes formamos parte de la autoridad legislativa, cuya tarea -entre otras funciones- es legislar sobre materias de esta naturaleza.
Destacados señores Senadores ya se han referido al punto de que ya en la Biblia se establece la posibilidad de que, ante ciertas sanciones, se pueda adoptar la determinación más drástica respecto de quienes han atentado contra este valor supremo. Pero la Biblia también nos enseña que incluso cuando Caín asesina a Abel, es Dios, el de bondad, el que al culpable no sólo no lo castiga con la muerte, sino que, además, convoca a que no sea castigado. ¿Por qué? Porque en el pensamiento de Dios, en la vivencia de Dios, está presente la posibilidad de la conversión, del arrepentimiento y del cambio de la conducta que se estima como indebida en una circunstancia determinada. Es cierto que más adelante el propio Génesis, o el libro del Éxodo, nos narra las condiciones bajo las cuales se puede aplicar por los hombres -ya no por la intervención divina- una sanción de esa naturaleza. Y ha sido extraordinariamente rica la apreciación con que algunos señores Senadores se han referido al tema para decir cómo en cada tiempo y circunstancia histórica son los hombres quienes deben ir viendo de qué manera estos principios de carácter general tienen que materializarse en la práctica.
Por lo tanto, la primera afirmación para quienes discuten sobre el tema es que no están contrariando las concepciones del magisterio de la Iglesia, ni los principios consagrados en la Biblia, aquellos que pueden sostener en algún momento la mantención de la pena de muerte como un derecho de la sociedad a asegurar la vida de los que forman parte de ella. Entonces, ese elemento nos ayuda a colocarnos en otro ámbito: el de la factibilidad de alcanzar de mejor forma los objetivos que la comunidad quiere.
Entiendo, señor Presidente , que la exagerada conducta de sancionar con penas extremas a quienes discrepan ha sido un error que durante dieciséis años y medio se repitió. Y creo que este proyecto, que tiende precisamente a atenuar esas exigencias indebidas, ha sido recogido adecuadamente incluso por Senadores que respaldaron el Régimen anterior, Y eso, nuevamente, es un anuncio de que es posible pasar de una etapa difícil al establecimiento de normas que tengan más estabilidad, un mayor elemento de justicia y mayor legitimidad social, dado, precisamente, el componente plural de buena fe que está inspirando la conducta de quienes tienen la posibilidad de optar sobre temas tan delicados.
Además, no me cabe duda, señor Presidente , de que la rehabilitación de quien comete delito es una tarea prioritaria de la sociedad, porque, precisamente, el principio cristiano de la conversión del burgués, de la conversión de quien se arrepiente de sus pecados, es uno de los misterios y realidades más hermosos para quienes tenemos la virtud de esta fe. En consecuencia, la sociedad chilena debe extremar los resguardos para que quien atenta contra ciertos valores, aun los más queridos para esta sociedad, pueda tener la opción real de la rehabilitación.
¿Cuáles son las experiencias en ese sentido? ¿Existen estadísticas que nos pudieran exhibir? No he tenido acceso a ellas. Podría, sí, mostrar experiencias personales.
Yo me crié en una población en la cual, en la misma cuadra, vivíamos hijos de dirigentes sindicales obreros, hijos de carabineros, de detectives, de albañiles, de artesanos, de zapateros. Y en esa misma cuadra, uno de nuestros amigos incursionó una vez en el camino del homicidio. Cayó a la cárcel; pasó años en ella, con todos los elementos negativos que en ese lugar se desarrollan. Salió, y, hasta donde tengo noticias, ha sido un hombre honesto, capaz de aprender de sus errores y de sus fallas, por muy humilde y difícil que haya sido su condición de vida. Y hace treinta años, señor Presidente , las cárceles tenían también una connotación de hacinamiento, de universidad del delito y de elemento contrario a la rehabilitación, que quizás en el transcurso de estas décadas se ha incrementado. La rehabilitación del ser humano es posible, y es un deber ineludible de quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad preocuparse de que ello acontezca.
Adicionalmente, señor Presidente , el problema central que está en juego no es sólo el de la existencia de estructuras injustas que conllevan a respuestas violentas; no es sólo el incremento de la miseria o de la pobreza. Está ya dicho en la enseñanza bíblica -reiterada por el magisterio de la Iglesia- que el mal se encuentra agazapado en el alma del hombre. Nosotros somos seres llamados a desarrollar una potencialidad solidaria infinita, como también a exteriorizar la mayor bestialidad que pueda cometer cualquier ser de la Creación. Está en nosotros y en la manera en que abordemos los temas a que la sociedad nos convoca, el que podamos vivir y producir una cultura de respeto y de desarrollo de la vida, al margen de que en nosotros mismos esté oculta la falla, la maldad, que permanentemente nos pueda hacer pecar y fallar.
Entonces, no es sólo un problema de mayores o menores medios económicos para terminar con la pobreza. Pero sí hay que afrontarlo, porque la pobreza constituye el caldo de cultivo para el desarrollo de la insensibilidad y de las potencialidades más negativas.
Además, hay que apuntar a una cultura de la vida, que signifique respeto al que piense distinto. ¡Yo no mato a quien piensa diferente, yo no odio al que piensa distinto, ni hago desaparecer a quien se convierte en un obstáculo a mis fines particulares de poder o de riqueza! ¡Yo soy el prójimo de mi hermano, el guardián de mi hermano, para no tener que responder con el dolor de Caín a la pregunta del Creador!
Inclusive, aquí nosotros en el Senado, y allá los dirigentes sindicales, los empresarios, los maestros, los educadores -porque es toda una sociedad la que educa en los valores de la vida-, cuando nos respetamos en el debate parlamentario, estamos dando a una sociedad todavía sacudida por el odio, la señal de que quienes ayer fueron adversarios, e incluso se vieron como enemigos, tienen la posibilidad de cooperar al desarrollo de una sociedad más justa.
No nos equivoquemos, señor Presidente . En mi modesta apreciación, el problema esencial para valorar la vida es que todos estemos dispuestos a proclamarla y a defender a quien se sienta agredido en forma indebida, precisamente por ella. Hay un problema de cultura y de respuestas prácticas. No es mentira ni un invento ideológico, señor Presidente , que hoy día el incremento de la delincuencia sea parte de una pobreza creciente que se ha dado en la sociedad chilena. Tampoco es mentira que la rebeldía de muchos jóvenes pobres se produce porque son tratados como delincuentes, sin serlo. Porque los jóvenes que se paran en las esquinas de su población no tienen sala de estar, ni educación, y muchas veces carecen de trabajo. Y, en numerosas oportunidades, la concepción represiva indebida ha mirado a esos jóvenes como delincuentes, y han sido tratados como tales. Los jóvenes chilenos han sido marginados de las posibilidades de educación y de trabajo, y ello incentiva su rebeldía y sus reacciones negativas. Eso es lo que nos causó dolor cuando abrimos las páginas de los diarios de hoy y vimos que muchachos que no sobrepasan los veintidós años son responsables de la muerte de un menor deficiente mental en esta zona. Y cuando investigamos delitos en los que jóvenes chilenos drogados o bebidos están incurriendo, comprobamos que ello se debe a que les hemos legado una sociedad en la cual, para ellos, la vida humana es un bien despreciable respecto del cual son ajenos, extraños y enemigos.
Además, debemos tener la capacidad de hacer justicia a los civiles y uniformados masacrados con desprecio de la vida. No podemos refugiarnos en leyes de amnistía para evitar pronunciarnos sobre delitos que son genocidio, y que se cometieron contra personas por sus ideas y no por sus actos.
Quiero que entendamos que no se trata de "vendettas" o de revisar todo un pasado que nos desestabiliza. Para que la vida sea respetada, debemos considerar que la de todos vale lo mismo. No podemos mantener en las cárceles a presos políticos que, tal vez, atentaron indebidamente contra la vida de otros chilenos, mientras los que atentaron contra muchos de sus familiares, y otros, se pasean por las calles con desplante, con tranquilidad, porque no han sabido recibir lo que una sociedad cuerda y civilizada es capaz de dar: justicia y no venganza.
Señor Presidente , aquí se han recordado algunos ejemplos conmovedores. Y esos ejemplos dicen de qué modo ciertas desviaciones pudieron ir generando que la visión valórica esencial del ser humano fuera menospreciada.
Quiero decir, señor Presidente , que es esencial entender que nos encontramos en un período en el cual la sociedad chilena no va a estar en condiciones de seguir ofreciendo un marco potencial como el que quisiéramos. Hay un lapso de transición en lo político; hay un período de transición también en lo valórico. Y yo, que comparto plenamente la aspiración señalada por el Gobierno en su concepción abolicionista, me abstendré en la votación de este proyecto, por una razón profunda: porque creo que dieciséis años y medio de Régimen autoritario desvirtuaron y acentuaron en la conciencia y el corazón de muchos hombres la idea del respeto a la vida. Quienes se acostumbraron a ametrallar, a torturar y a asesinar a quienes discrepaban; o los que se acostumbraron a tomar las armas para asesinar a aquellos que vestían uniforme, porque tenían la represión en su mano o poseían ideas distintas, están marcando una cultura todavía difícil de enfrentar. Y digo que hoy día existe en el país el riesgo permanente de que la violencia terrorista siga cobrando víctimas, porque hay seres humanos a los cuales una cultura de la muerte de distinto signo fue convirtiéndolos en enemigos objetivos de la sociedad chilena.
¿Y qué quiero, entonces? ¿La muerte para ellos?
Señor Presidente , no habrá pena de muerte mientras el Presidente Aylwin esté en el Poder; no la habrá en los próximos tres años. Pero, como este debate es en conciencia, quisiera hoy dar un paso en el que creo. Sin embargo, con las dudas normales y silvestres de un ciudadano común, me pregunto muchas veces si no preferiría más bien que existiera en la institucionalidad la capacidad de aplicar las sanciones que corresponden, para que nosotros, los seres humanos de carne y hueso, sujetos a las pasiones, los odios y las incomprensiones, no sintamos la tentación de tomarnos la justicia por nuestra mano.
Yo reflexionaba sobre las descripciones que se hacían respecto de la pena de muerte -las que considero un esfuerzo innecesario de mi querido maestro y amigo don Francisco Cumplido , para relatarnos e impactarnos sobre la forma como él siente el problema de la vida-, porque siento también miedo de que al ver asesinatos tan horribles o impunidades tan espantosas, me deje llevar por la emoción, por la pasión o por el odio, ya que deseo más bien seguir confiando en instituciones que, administradas por hombres justos, sean capaces de hacer justicia al hombre y a la sociedad.
Eso es todo, señor Presidente.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Thayer.
El señor THAYER .-
Señor Presidente , no puede negarse que la evolución cultural de la humanidad, no obstante las atrocidades que se han conocido -fruto, particularmente, de los totalitarismos, las guerras civiles, el terrorismo, el narcotráfico y otros desastres políticos y morales-, ha mostrado progresos en la consideración de la dignidad humana.
Lejos parecen los tiempos en que el rey Fernando VII, "deseando conciliar" -dice el monarca- "el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la aplicación de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la merecieren he querido señalar con este beneficio la grata memoria del feliz cumpleaños de la reina, mi muy amada esposa, y vengo en abolir para siempre en mis dominios la pena de muerte en horca, mandando que en adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas del estado llano; en garrote vil, la que castigue los delitos infamantes sin distinción de clase, y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble" -algo así como el anexo Capuchinos- "para los que correspondan a la de hijosdalgo".
Recuerda Escriche que "al garrote ordinario van los reos conducidos en caballería mayor y con capuz pegado a la túnica; al vil, en caballería menor o arrastrados, según la sentencia; y al noble, en caballería mayor ensillada y con gualdrapa negra"...
Este mundo ya se extinguió, pero han aparecido otras discriminaciones, que han sido examinadas a propósito del debate sobre la pena de muerte, pero que afectan, en general, a los derechos humanos.
Considero que las versadas intervenciones que hemos escuchado en esta Sala de parte del Ministro señor Cumplido y de los Honorables señores Pacheco , Calderón , Huerta, Fernández , Guzmán y otros, honran esta tribuna e ilustran a sus miembros y a la opinión pública. Con todo, el debate parece inagotable, y aun los no especialistas -como es mi caso- quisiéramos aportar algunas reflexiones antes de asumir la seria responsabilidad de emitir nuestro voto. Me ha alentado a esta intervención un párrafo del informe de la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia, que leeré en su parte pertinente:
"En la fundamentación del voto," dos señores Senadores "se manifestaron contrarios a la pena de muerte, en toda circunstancia, porque consideran que el valor jurídico y ético de la vida humana es absoluto y no hay razones para justificar que el Estado atente contra ella, en ninguna forma, ni aun so pretexto de administrar justicia. Además, agregaron que, como consecuencia de lo anterior, en su opinión tampoco se justifica causar la muerte en legítima defensa, ni en caso de guerra.".
Estas observaciones son de una lógica terrible y es ella la que conduce a esta Honorable Corporación a examinar el problema con el dramatismo que algunas veces ha caracterizado ciertos discursos.
¿Puede o no haber excepciones a este respecto? Yo diría que, en circunstancias normales, una sociedad sólida y civilizada debería ser capaz de asegurar la paz y la convivencia sociales sin tener que acudir a una sanción tan cruel como la pena de muerte.
Pero lo expresado -que, repito, me parece claro en circunstancias normales-, no resulta igualmente válido en situaciones de excepción. En efecto, el cotejo responsable y reflexivo de los argumentos en favor o en contra de la pena máxima demuestra que tales argumentaciones son muy fuertes en pro de la abolición de la misma en cuanto a su carácter meramente punitivo. En cambio, en su carácter de medio para la defensa social, las razones no siempre son concluyentes.
Veamos el caso del capitán de un barco que, ante desórdenes que pueden provocar un naufragio inminente, debe disparar contra el que, presa del pánico, promueve un motín arriesgando la conservación de la nave y la vida de los pasajeros. Allí no se trata de la culpabilidad subjetiva del amotinado -el que, incluso, puede ser un histérico inocente-, sino del hecho de que, en determinadas circunstancias, no hay tiempo para adentrarse en las complejidades de un proceso y quien ejerce el mando no puede vacilar.
Algo similar acontece -y aquí entramos ya en la problemática que nos ocupa- cuando el comandante de un cuerpo del ejército sorprende a un delator, espía o traidor, y por la responsabilidad que le otorgan el mando y su deber de defender las vidas y derechos que le han sido confiados, dispone, previo juicio sumario -según las circunstancias- el fusilamiento de aquél, o, sencillamente, ordena disparar contra el que huye con información clave para el enemigo.
Comprendo que es vidrioso y difícil establecer los límites entre la legítima defensa propia y la legítima defensa de la sociedad. No siempre es fácil discernir si actuó con proporcionalidad y prudencia quien disparó en contra del asaltante nocturno de una morada sin antes estar seguro de si éste se hallaba armado o no; o contra un sospechoso de pretender volar un gasómetro sin estar plenamente cierto de que la bomba que portaba era tan poderosa como para permitirle lograr su objetivo.
Pero mucho más allá de esos y muchos otros ejemplos puntuales subyace una cuestión de fondo: la sociedad, por motivos de catástrofe, guerra externa, conflicto interno, epidemias, terrorismo, etcétera, se encuentra, a veces, en situaciones de extremo peligro que obligan a sus gobernantes a establecer estados de excepción, cuya violación acarrea a sus autores penas severísimas y, a menudo, sin más alternativa que la muerte.
Quiero anotar, señor Presidente , que estas reflexiones me conducen a un segundo aspecto, el que desearía que el Honorable Senado considerara seriamente antes de decidir: me refiero a la cuestión de si en verdad pensamos en el valor inviolable de la vida humana, o en que la vida humana no puede ser puesta en juicio o en peligro por la acción del Estado. Me ha parecido advertir que con el correr del tiempo se ha ido debilitando el sentido ético profundo de la institución de los derechos humanos en general y del primero de ellos (la vida humana) en particular. Se intenta pasar de una fundamentación filosófica inamovible del respeto a la dignidad del hombre, a una fundamentación de menor alcurnia que consiste en reputar violada esta dignidad si es el Estado -o sus agentes- el que actúa, y no cuando actúan pandillas, mafias, grupos paramilitares, fuerzas dispersas, etcétera. Un caso típico es el de la tortura, que tiene su expresión máxima, desde algún punto de vista -como lo apuntaba el señor Ministro de Justicia -, en la muerte.
¿Qué dice, al respecto, la Declaración sobre protección de todas las personas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, formulada por las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1975? Expresa que "se entenderá por tortura todo acto por el cual un funcionario público u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa u otras personas.". Más adelante, agrega: "La tortura constituye una forma agravada y deliberada de trato o pena cruel, inhumano o degradante".
En Chile ha sido particularmente acentuada esta errónea y perniciosa tendencia a considerar que sólo pueden violar los derechos humanos el Estado o sus agentes y no otras personas o entidades. Así, se llegó a mirar como aceptable -hasta virtuosa o heroica- la violación de cualquiera de los 30 artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, si ella conducía al derrocamiento del Régimen militar encabezado por el Presidente Pinochet . Ese pensamiento aún se advierte en discursos, declaraciones y debates. Podrían acopiarse citas y darse nombres, pero ése no es el objetivo de estas palabras.
Me asalta la preocupación de que se frustre una buena oportunidad de progresar en la asimilación profunda, consciente, moral del sentido y valor de los derechos humanos, cuando, por un lado, veo que se pretende indultar, amnistiar o rebajar las penas de quienes hubieren delinquido combatiendo al Régimen militar, mientras que, por otro, se intenta hasta la derogación de la Ley de Amnistía en el caso de quienes favorecieron a ese Régimen o tuvieron la calidad de funcionarios o agentes de él, olvidando, incluso, que, de acuerdo con principios naturales inviolables, la responsabilidad penal recae en las personas naturales y jamás en las jurídicas.
Resulta necesario precisar los términos de la cuestión y terminar con el pernicioso intento de considerar el valor moral de los derechos humanos y del derecho a la vida como una mera herramienta política, sustitutiva del viejo derecho natural, que tendría la propiedad de servir para defender a algunas personas sólo frente a abusos del Estado, pero no a todas las personas frente a los abusos tanto del Estado como de otros individuos, entes o instituciones, que muchas veces acrecientan su maligno proceder alentados por la indecisión, pasividad o complicidad del propio Estado. Así, por ejemplo, si una organización terrorista atenta contra la vida de una persona, está violando el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y la autoridad del Estado que no concede amparo al oprimido y pretende restablecer el imperio del Derecho enfrentándose a quienes lo conculcan, se hace cómplice de esa violación.
Sería pues, una interpretación mezquina y destructiva del basamento moral de los derechos humanos sostener que sólo existe una violación de ellos cuando es el Estado el infractor, y no cuando quien oprime es una banda terrorista, una mafia o una pandilla de delincuentes que se entroniza en la sociedad por la ineficacia o timidez del Estado.
Otra cosa es que la autoridad, en su necesaria acción represiva, cometa, estimule o ampare abusos que constituyan, a su vez, violación de los derechos humanos de los reprimidos. Éste es otro ingrediente principal del complejo problema en que las sociedades se debaten entre la estabilidad política y la revolución; entre la libertad y seguridad de la población pacífica y los derechos inviolables del más violento de los asesinos.
Con todo, siempre debemos tener en claro los principios indiscutibles que recién mencionaba: la responsabilidad política y civil puede corresponder a las instituciones, pero la responsabilidad penal sólo recae en cada persona culpable.
Resultaría ocioso abundar en citas y antecedentes para reafirmar estos criterios. No obstante, debo advertir que las circunstancias históricas están poniendo en riesgo de periclitar el principio moral de los derechos humanos, al restarles universalidad y ponerlos al servicio de objetivos -muchas veces respetables y legítimos- que jamás pueden ceder, en alcurnia, a lo que intrínsecamente los justifica y enaltece: el respeto a la dignidad del ser humano. Este elemento juega también, a mi entender, en el debate respecto de la pena de muerte.
Debido a que la pena de muerte aparece como una acción del Estado en contra de la vida humana, muchas opiniones son suaves, livianas o ligeras para admitir la acción occisiva, homicida, de muerte, cuando la invoca un movimiento liberador, un grupo revolucionario o una pandilla contraria al Derecho; en cambio, son absolutamente inconmovibles en no aceptar a ese respecto una acción del Estado, el cual a veces actúa en defensa del interés de la propia sociedad.
He considerado mi deber llamar la atención acerca de esta peligrosa tentativa que, bajo el embrujo de asegurar el éxito de los movimientos revolucionarios y liberacionistas sin las trabas y limitaciones que implica respetar la dignidad humana de los adversarios, pretende que sólo los Estados y sus agentes pueden violar los derechos humanos y la vida a través de la sanción de la pena de muerte.
Suena muy simple hablar en general del respeto a los derechos humanos del adversario político. Pero el asunto no es tan fácil cuando este adversario muestra la cara y se concreta, por ejemplo, en la intervención de tropas de ocupación nazis o soviéticas; o cuando se juega la suerte de la resistencia contra un tirano cruel e indomable, o cuando un país débil y subdesarrollado pretende liberarse del yugo colonial. Entonces, surge en todo su rigor la vieja doctrina maquiavélica de que "el fin justifica los medios", y, en aras del triunfo de la resistencia, la rebelión o la guerra, todos los medios parecen legítimos. A veces, para tranquilizar la conciencia moral, se falta a la verdad, se extreman los vicios o maldades del contrario, se oscurecen las alternativas morales y, en definitiva, el hombre mata a otro para que éste no lo mate primero, para que no haga reventar un gasómetro, para que no viole a su mujer, su madre o su hija, o no destruya su libertad. En otros casos, la alternativa es más dramática aún: sin la mentira del espía, sin el asesinato del tirano o del rehén que puede confesar un secreto militar bajo la presión de la tortura, o sin la redada masiva que abarca al grupo completo donde se oculta el culpable, es indudable que se producirán males mayores. Siempre el hombre de bien, gobernante o rebelde, estará crucificado entre dos riesgos tremendos: ser ineficaz en la lucha contra graves males o ser eficaz descuidando o infringiendo la moral.
Tengamos la humildad de reconocer que la sociedad moderna no ha conseguido aún, para los momentos de turbulencia nacional o internacional, claridad segura y armonía plena en los objetivos de ser eficaz y moral al mismo tiempo. Por eso, la doctrina triunfante de la universalidad horizontal y vertical de los derechos de la persona humana nos obliga a luchar por la paz con mayor denuedo que antes, a desterrar los métodos violentos con más empeño y convicción que nunca. Sabemos que sólo en la paz y en el juego respetuoso del pluralismo es posible asegurar la dignidad del hombre, y que sólo la unión de todos los que estamos resueltos a respetarla podrá imponerse, por los medios de la moral y la ley, a las minorías que aún no despiertan de su fracasada utopía de unir por el odio y mandar por la violencia. Será entonces, en ese momento social, cuando será posible la abolición plena de la pena de muerte.
Por tal motivo, como la sociedad actual dista mucho de encontrarse en esa circunstancia, mi voto será favorable al criterio adoptado por la mayoría de la Comisión.
Muchas gracias, señor Presidente.
He dicho.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Navarrete.
El señor NAVARRETE .-
Señor Presidente , Honorables colegas:
He considerado un deber expresar mi opinión acerca del tema que hoy nos preocupa, porque estimo que a través de las posiciones que adoptemos a su respecto, más que definirnos frente a una cuestión específica, estamos reflejando toda una actitud ante la vida.
Quizás éste sea el día más oportuno para debatir una materia de esta naturaleza, por lo que significa para el profesorado chileno, formador de la vida, al igual que la familia misma.
En esta Corporación he manifestado categóricamente mi rechazo a toda forma de violencia, sea que provenga de mentes enfermizas, como las que dan origen a actos de terrorismo, o de personas que, actuando más refinadamente, ponen al Estado y sus órganos a su servicio para ejercer formas de violencia institucionalizada.
Una lógica consecuencia de estas apreciaciones me induce a declarar, con el mismo énfasis, que soy absolutamente contrario a la pena capital.
Múltiples son las razones en que esta posición se fundamenta. Y aunque probablemente ninguna de ellas represente un aporte novedoso a una controversia que es tan antigua como la humanidad misma, quiero destacar brevemente las que, a mi juicio, revisten mayor envergadura.
En primer término, sostengo que una sociedad que pretende ser democrática, cuya Constitución Política garantiza el derecho a la vida como aspecto básico y fundamental del cual deriva la protección de los demás derechos del hombre, no está facultada, ni aún a pretexto de que con ello se está defendiendo a sí misma, para consagrar en su legislación positiva la posibilidad de suprimir la vida de uno de sus miembros.
Pero más allá de este argumento central, que por sí solo bastaría para que todos aquellos que consideramos al hombre como un fin en sí mismo cerráramos filas en torno de la posición que sustento, existen razones de orden práctico que nos conducen, inequívocamente, a la misma conclusión.
Desde luego, los antecedentes estadísticos permiten afirmar que en los países que aún mantienen la pena de muerte no hay índices de criminalidad menores que en aquellos que la han abolido. De ello se deduce que tal sanción no cumple una acción eficaz como instrumento intimidatorio frente al potencial delincuente, lo que resulta natural si consideramos que los grandes criminales, o son seres marginales incapaces de distinguir entre lo bueno y lo malo (y, por lo tanto, inimputables), o son personas que, dotadas de esta capacidad, no delinquen influidas por el grado de la pena asignada al delito.
Por otra parte, resulta obvio que a través de la pena que nos ocupa no es posible conseguir uno de los efectos propios de toda sanción, en el sentido de obtener la rehabilitación del delincuente y su posterior reinserción como elemento útil a la sociedad.
Más obvio y evidente aún es que el daño causado al aplicar la pena máxima es irreversible, de modo tal que el error judicial puede -y la historia demuestra que así ha ocurrido- conducir a la muerte de un inocente.
Cabe, entonces, preguntarse, si la pena capital, además de constituir en sí un acto ilegítimo que atenta contra el más importante y elemental derecho del ser humano, tampoco ofrece ventajas de orden práctico que aconsejen su mantención, por qué seguimos todavía discutiendo acerca de ella.
Estimo, con el respeto que me merecen las opiniones de mis Honorables colegas, que no cabe adoptar posiciones intermedias cuando el valor que está en juego es la vida humana. Si dejamos subsistir la pena de muerte ante tan solo un delito, por excepcional y grave que éste sea, estamos negando la validez de toda la argumentación antes enunciada.
Asimismo, considero que, enfrentados a la problemática de las penas y del Derecho Penal en su conjunto, debiéramos dedicar nuestras capacidades y nuestros mejores esfuerzos, no a definir fórmulas o procedimientos sancionatorios que en nuestra legislación positiva han tenido siempre un carácter retributivo, sino a la implantación de un sistema que aspire a la prevención de la delincuencia, y a la rehabilitación del penado, no sólo durante su etapa de reclusión, sino también en el momento en que recupera su libertad y enfrenta un medio hostil que, lejos de inducirlo a seguir por la buena senda, lo empuja a reincidir en sus conductas delictivas.
Vivimos, señor Presidente, una etapa particularmente propicia para fijarnos metas como la señalada.
Nuestro país recién inicia un lento proceso de cicatrización de heridas, tras largos años en que la violencia y la muerte nos fueron tan familiares que llegamos a perder nuestra capacidad de asombro frente a los crimines más atroces.
Hoy vibra en el aire un espíritu colectivo distinto. Las ansias de justicia y libertad se han encauzado por el camino de la reconciliación y la paz, más que por el de la venganza.
Contribuyamos, entonces, a afianzar este sentir común aboliendo para siempre esta forma de venganza que es la pena de muerte, e iniciemos, ahora, el desarrollo de las tareas a que he hecho referencia.
He dicho.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Sinclair.
El señor SINCLAIR.-
Señor Presidente, señores Senadores:
Abocado al estudio y conocimiento del proyecto de ley que modifica el Código de Justicia Militar, quisiera formular ante esta Honorable Corporación algunas consideraciones destinadas a la mejor resolución del tema planteado.
Específicamente, deseo referirme a la aplicación de la pena capital en tiempo de guerra al personal regido por las normas de dicho Código, sin distinción alguna, sea que provenga del escalafón regular, de reserva o de la planta civil, y sin más diferencias que las que derivan de las exigencias y atribuciones de los respectivos rangos que invistiere.
La guerra, señores Senadores, es sin duda un hecho social límite. Es el máximo esfuerzo al que podemos ser llamados en defensa de nuestra patria, de nuestra nacionalidad, de nuestros valores, de nuestras familias y de nuestras propias vidas. Frente a ella no pueden existir dos posiciones. Sólo un sentimiento común nos congrega y nos impulsa decisivamente hacia el supremo sacrificio. Todos estamos involucrados en ella, pero de un modo muy particular quienes son convocados militarmente a la defensa de la nación amenazada.
En tal sentido, el grado de compromiso y dependencia recíprocos entre cada uno de los hombres de armas es tal, que la cohesión pasa a ocupar un lugar de preeminencia en el sentir y en el actuar de los cuerpos movilizados. Así, una vacilación, una sola deserción, un error producto del temor o la debilidad, puede ser de fatales consecuencias y ocasionar el derrumbe total de una estructura, perjudicando el logro de la tarea que debe cumplir una unidad, y provocar un daño irreparable a los fines de una empresa bélica.
Por ello, señor Presidente , la dependencia mutua, el trabajo en equipo y el apoyo solidario en la guerra son valores que alcanzan tal magnitud, que su quebrantamiento ha sido señalado como una traición y sus autores son enjuiciados como traidores. Sin duda, ésta es la acusación más grave de que pueda ser objeto un individuo, especialmente cuando a la que se defrauda es la patria. Al respecto, y dado que es ésta, en las personas de sus habitantes, la que recibe el daño ocasionado, cualquiera que fuera la función o procedencia del infractor, resulta del todo inapropiado distinguir entre militares "profesionales" y "no profesionales", pues significaría aceptar la tesis absurda de la existencia de un Ejército dentro del Ejército, de una Armada dentro de la Armada o de una Fuerza Aérea dentro de la Fuerza Aérea, con situaciones distintas, normativas diferentes, y deberes y obligaciones diversos.
Las Fuerzas Armadas son una sola organización en cada una de sus ramas, con un mando institucional, un código de honor y una normativa de acción. Sin distinciones de ningún tipo, cada uno de sus hombres cumple las más variadas funciones y recibe los más complejos encargos y responsabilidades, estructurando así una pirámide amplia y sólidamente sustentada, capaz de acudir con la máxima eficiencia al llamado del cumplimiento del deber.
Del mismo modo, todos sus hombres saben que aquellos principios de unidad, espíritu de cuerpo y solidaridad a toda prueba se traducen también, a la hora de las responsabilidades, en idénticas posibilidades para todos, consagrándose una perfecta simetría entre deberes y derechos que es base y columna de nuestras instituciones armadas.
Propiciar tratamientos diferentes para autores de graves actos de indisciplina en tiempo de guerra, según fueren cometidos por militares "profesionales" o "no profesionales", implica la introducción de una grieta peligrosa en las filas uniformadas, por la que un enemigo hábil y decidido podría introducirse fácilmente ofreciendo atractivas retribuciones a quienes, sabiéndose protegidos por las normas que nos ocupan, se sentirían fuertemente atraídos a sucumbir ante tales sugerencias.
Señor Presidente , señores Senadores, la aplicación de la pena de muerte para determinados delitos gravísimos cometidos en tiempo de guerra, y sin las distinciones analizadas precedentemente, debe, a mi juicio, mantenerse.
En efecto, bien sabemos que el riesgo inminente de muerte al que el hombre de armas está sometido durante la guerra significa una presión psicológica de carácter extremo. Esta tremenda presión tiene su origen en el poder del instinto de conservación, el más fuerte de todos, que se niega irreductiblemente a ceder ante la posibilidad de ser destruido.
El dilema, entonces, es: ¿cómo impedir que un grupo humano, compuesto de individuos con personalidades y tolerancias diferentes, sucumba -parcial o globalmente- a la embestida furibunda de dicho instinto en el momento de un peligro grave y adopte actitudes que comprometan severamente la seguridad del país o de la unidad a la que pertenece?
Una sola es la respuesta a esta difícil pregunta: existe sólo una posibilidad de impedirlo. Y ella no es otra que la de poner en conocimiento de los individuos en cuestión que desacatar el marco disciplinario les puede significar graves sanciones, las que podrían alcanzar hasta la pena de muerte. Esto equivale, dicho en otros términos, a apremiar su instinto de conservación antes de que éste sea amenazado en el frente de batalla por el enemigo, de modo que, enfrentada una amenaza a otra de entidad similar, ello permita a la persona actuar en la dirección correcta, en aquella socialmente aceptada y valorada; es decir, en la senda de la lealtad y del compromiso con su patria.
Éste es, señores Senadores, el sentido profundo del carácter intimidatorio de la pena de muerte en el ámbito militar en tiempo de guerra. En el fondo, su existencia ayuda a impedir que sea aplicada, pues actúa como eficaz disuasivo frente a cualquier tentación heterodoxa, y estimula la cohesión de las filas en torno de ideales que, en tantos episodios de nuestra historia, han suscitado actos de arrojo y heroísmo singulares.
Como profesional de las armas, éste es mi convencimiento más sincero y profundo.
He dicho, señor Presidente.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra la Honorable señora Soto.
La señora SOTO .-
Señor Presidente , ayer, con mucha vehemencia, una buena señora me dijo: "¡Hay que matarlos!", refiriéndose a la pandilla juvenil que diera muerte a un niño pequeño en Valparaíso.
Quedé realmente consternada, sin habla, porque la he visto con mis propios ojos salvar a un pajarillo tembloroso de la amenaza de un perro.
Y no pude dejar de asociar el recuerdo de Himmler, quien torturaba a sus semejantes y, sin embargo, por la noche entraba a su casa silenciosamente, para no despertar a su canario favorito.
Lo mismo ha ocurrido en este país durante tantos años en que un grupo de chilenos ejecutó y torturó a sus semejantes, y que, seguramente, tenía finezas para con sus canarios o sus perros.
Esta cuestión de la pena de muerte, señor Presidente , no es nueva; es una discusión de larga data. Lo decía Koestler , un gran polemista y un gran escritor, quien fue apresado por un capitán franquista y esperó la muerte durante meses, de manera que sintió en sí mismo lo que era esta tortura y ver cada día cómo sus camaradas iban muriendo.
Entonces, lo que aquí está en juego es una cuestión vital. El ser humano, el hombre, no es en blanco y negro: tiene pasiones, emociones, sentimientos. Debemos partir por reconocer que hay cosas que nos causan indignación -"santa indignación", a veces, cuando nos encontramos ante un crimen como el que costó la vida al niño en Valparaíso-, pero la sociedad y la ley tienen que estar por encima. Es necesario que se sepa que aquí no se trata de dar libertad para que cada uno asuma su propia venganza, para que cada uno aplique la ley del talión. Desde esa época ha pasado un largo tiempo.
Asimismo, se sabe, señor Presidente , que la controversia acerca de la pena capital está íntimamente ligada con aquella que también permea el Derecho Penal respecto del determinismo del hombre o su libertad.
En materia penal, se ha dicho que en el caso de estas pandillas juveniles -y lo ha expresado con mucha elocuencia el Honorable señor Hormazábal- impera el medio: una sociedad que nada ofrece a esos jóvenes y niños, cuyas madres, en la pobreza de sus poblaciones, aceptan, resignadas, que se droguen con neoprén, porque éste es más barato que el pan, y quienes asumen, incluso, que sus padres no tengan trabajo, y que muchas veces sus mayores los manden a hurtar. Y en esta escuela comienzan.
En esas circunstancias, nosotros, como sociedad, también tenemos que preguntarnos si somos o no responsables de esos jóvenes, quienes después se convierten en delincuentes. Si los matamos, si les aplicamos la pena capital, cualquiera que fuera la gravedad del delito -aun en la guerra, aun con ocasión de actos terroristas-, estamos recurriendo nada más que a la venganza; sólo nos afirmamos en los instintos más bajos.
Camus, el gran escritor francés, acompañó a Koestler en la batalla tremenda por la abolición de la pena de muerte en el mundo. Relata cómo su propio padre, un hombre muy bueno, un día también se sintió indignado por un horrendo crimen del que fue víctima un niño, en su ciudad, y cómo su progenitor, que era médico, luego de asistir a la ejecución -esto sucedía en 1907, época en que tales actos eran públicos-, llegó a su casa consternado, desesperado, vomitando. Porque es muy distinto decir en este Senado, o en la abstracción del papel: "Vamos a aplicar la pena de muerte", que ver cuando un hombre determinado sufre ese castigo.
El Honorable señor Guzmán -yo no estaba presente- leyó una carta conmovedora que se refería a un caso ocurrido en nuestro país: los crímenes de Calama y la ejecución de sus autores. La carta -repito- era realmente conmovedora. Pero yo me pregunto, señor Presidente : ¿era preciso llegar a la pena capital para obtener las conversiones? Creo que esto es inaceptable. Debimos haber dado a esos hombres la oportunidad, por muy perversos que hayan sido, de arrepentirse y colaborar con la sociedad. No es justo que el Estado se convierta en un ente totalitario para aherrojar la vida de un ser humano.
Dice Camus que los partidarios de la pena de muerte sostienen que ella es un ejemplo: el del castigo. Sin embargo, agrega que la misma sociedad no cree en el ejemplo del que se habla. Y no lo hace porque está probado que la pena capital -esto lo dice Camus- no ha hecho retroceder a un solo asesino decidido a actuar. Por lo tanto, es evidente que tal sanción no produce efecto alguno, excepto el de la fascinación sobre millares de criminales: aquellos que sienten la atracción del peligro, aquellos que están dispuestos a matar o a morir.
Finalmente, expresa que, por otra parte, esta pena constituye un ejemplo repugnante cuyas consecuencias son imprevisibles.
Creo que nosotros, como sociedad chilena, estamos anhelantes de llegar a una reconciliación. Hemos padecido mucho dolor durante estos años, muchas lágrimas, muchas humillaciones, y hay entre nosotros seres que aún sufren. Si realmente querernos llegar a una reconciliación, es preciso desterrar los odios y las venganzas. Y odio y venganza es la pena capital. Por lo tanto, desde mi punto de vista, como humanista y como legisladora, señor Presidente , estoy por abolir la pena de muerte de toda la legislación chilena.
He dicho.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Tiene la palabra el Honorable señor Mc-Intyre.
El señor MC-INTYRE.-
Señor Presidente , Honorables colegas:
Es un deber para el que habla participar en este debate tan elevado, a fin de procurar transmitirles sus experiencias después de largos años en las Fuerzas Armadas.
Constituye un tema tan delicado, que debemos analizarlo con ponderación, sin apasionamiento, sin suspicacias. Tenemos que pensar que estamos legislando para el futuro y, en este caso particular, desde mi punto de vista, en una forma que no afecte la eficiencia de las Fuerzas Armadas, cuyos miembros tienen formación cristiana. A la luz de esta doctrina, ellos se enriquecen en el conocimiento y en la práctica de verdadera vida.
Básicamente, la misión de las Fuerzas Armadas se define como la de impedir que su patria sufra pérdidas de territorio soberano y de velar por que sus habitantes mantengan sus libertades sin que sus vidas sean amenazadas.
Hoy somos testigos de cómo el desarrollo tecnológico ha hecho que las guerras sean más violentas, que los acontecimientos se sucedan con gran rapidez, y que los efectos causados por el armamento produzcan, indiscriminadamente, cuantiosos daños.
Esta realidad hace que el cumplimiento de la misión de las Fuerzas Armadas en la guerra contemporánea sea cada día más difícil. Debemos comprender, entonces, las verdaderas y graves repercusiones que pueden tener para el desenlace de un conflicto las traiciones, el sabotaje y las rebeliones.
Para neutralizar todo esto se requiere, más que nunca, que las Fuerzas Armadas posean una gran preparación profesional; pero, sobre todo, que mantengan la formación espiritual y moral que las ha caracterizado a lo largo de la historia, llegando a entregar sus vidas por su patria. ¡Este acto sobrepasa cualquier interpretación materialista y se proyecta hasta alcanzar la nobleza de un gesto moral y espiritual inmensurable!
Señor Presidente , la nación tiene la seguridad de que los miembros de las Instituciones de la Defensa están dispuestos, tanto en la paz como en la guerra, a ofrecer sus vidas por una causa superior. Es, entonces, responsabilidad del Estado proteger, velar y dar seguridad a sus Fuerzas Armadas y a su población con una justicia que aplique sanciones que desmotiven, disuadan o inhiban a quienes pretendan violar lo establecido en nuestras leyes. ¡Ésta es una forma de proteger a nuestros hombres! ¡No se da seguridad debilitando nuestros poderes, ni eximiéndonos voluntariamente de la facultad de imponer severas sanciones, como es el caso de la pena de muerte, que en oportunidades podría cumplirse en resguardo del bien común!
Las recientes modificaciones propuestas por el Ejecutivo suprimen tal pena en la legislación chilena. Ello reviste gravedad en el caso de los delitos establecidos en el Código de Justicia Militar, toda vez que, al eliminarla, se la reemplaza por la de presidio o reclusión perpetua común o militar, según la naturaleza del delito de que se trate.
Estas reducciones de la penalidad, aplicables incluso en tiempo de guerra, son lesivas para la disciplina y demás valores fundamentales de las Fuerzas Armadas. Por ejemplo, las enmiendas reforman los siguientes artículos del cuerpo legal citado, disminuyendo sustancialmente las penalidades: 244, 245, 247, 248 y 252, tocantes a delitos de traición, espionaje y contra la soberanía y seguridad exterior; 270, relativo a delitos contra la seguridad interior del Estado; 310 y 320, acerca de abandono de destino y deserción, y 372 y 375, respecto de disposiciones especiales en tiempo de guerra.
Prácticamente en todas las figuras descritas los ilícitos penales deben ser cometidos en tiempo de guerra.
En la legislación comparada, en aquellos países que han abolido la pena de muerte, ésta se ha mantenido como sanción para ciertos delitos cometidos en tiempo de guerra, como es el caso de España, la que, por imperativo constitucional, únicamente la prevé en esas circunstancias.
La pena capital se reemplaza por la de presidio o reclusión perpetua, que en nuestro país, en virtud del decreto ley N° 321, de 1925, se reduce a 20 años. Los así condenados, si observan buena conducta, tendrán derecho a salir en libertad condicional una vez cumplidos 10 años. Un traidor a la patria, un espía, quien atente contra la seguridad interior del Estado durante la guerra, podría obtener la libertad -repito- una vez cumplidos sólo 10 años de su condena.
Es conveniente recordar que, por la extrema gravedad que reviste la imposición de esta pena, nuestra ley procesal contiene dos disposiciones que tienden a favorecer al reo: la pena de muerte no puede ser acordada en segunda instancia sino por el voto unánime del tribunal; y si el tribunal de alzada se pronunciase por ella, debe deliberar acerca de si el condenado es digno de indulgencia, a fin de que el Presidente de la República resuelva si conmuta la pena o indulta a aquél.
Señor Presidente , cabe agregar que en los últimos 60 años no se ha aplicado la pena capital a servidores de las Fuerzas Armadas por los delitos contemplados en el Código de Justicia Militar que hoy he comentado y que hay dos instituciones de la Defensa Nacional que jamás han ordenado llevarla a cabo. Ello demuestra que la justicia militar ha actuado con gran ponderación.
El Código de Justicia Militar es un todo coherente, y la pena de muerte ahí incluida está contribuyendo precisamente a incrementar la seguridad de nuestras Fuerzas Armadas en la guerra. ¡A esos mismos servidores de la Defensa Nacional que están dispuestos, tanto en la paz como en la guerra, a ofrecer sus vidas por la patria, si fuese necesario!
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor Núñez.
El señor NÚÑEZ.-
Señor Presidente , Honorables colegas:
Siento el deber político y moral de participar en uno de los debates más relevantes que, como Corporación, hemos tenido tanto en Comisión como en Sala y que desgraciadamente, a mi juicio, no ha trascendido al público, a nuestro país, con la fuerza requerida.
Considero que los argumentos dados tanto en pro cuanto en contra de la pena de muerte han prefigurado una visión acerca de cómo vamos reentendiendo la creación de condiciones para que Chile se inserte en las naciones verdaderamente civilizadas de nuestro continente.
En mi concepto, la pena de muerte es arbitraria e inhumana. Como tal, constituye un acto irreparable que no se condice con las normas de un desarrollo equilibrado y armónico de cualquier sociedad moderna.
Me parecen errados los argumentos que se esgrimen para justificar la pena máxima y sostener que por medio de ella se inhiben las conductas desviadas, creando un efecto de demostración negativo, o que se extirpa de raíz a los elementos "enfermos" de determinada colectividad social. Según se ha probado reiteradamente, el efecto ejemplarizador en la práctica no opera ni incide de manera sustantiva -como lo ha señalado el Ministro señor Cumplido- en aminorar la ocurrencia de ciertos actos de tipo criminal.
Tampoco es un fundamento adecuado ni civilizado la llamada "cirugía social de la extirpación". Está muy claro en nuestra memoria cómo, cuando se decretó en nuestro país la medida de remover el denominado "cáncer marxista", se utilizó la persecución y de qué modo se llevó la violación de los derechos humanos a límites que jamás antes había conocido la historia de nuestra patria.
Digámoslo claramente, Honorables colegas: son propios de una sociedad autoritaria y cerrada la persecución y estigmatización de la disidencia y el precio de la vida por ella.
Si nos remontamos fugazmente en la historia, se nos vienen a la mente las persecuciones a los considerados herejes en la época medieval o el exterminio nazi del pueblo judío y de otras nacionalidades y convicciones políticas, que evidenciaron la imposición a sangre y fuego de una verdad estatal unilateral y omnipotente.
Tengo en mi memoria, señor Presidente , a propósito de los argumentos que adujo el Ministro señor Cumplido, los efectos concretos y reales provocados en las personas que han sido condenadas a fusilamiento y respecto de las cuales no se ha consumado tal medida: quienes han tenido la desgracia de estar frente a una situación simulada como ésta sufren, según todos los análisis de psicólogos modernos, consecuencias prácticamente irreparables.
Tuve la oportunidad de percibir tales efectos en todos los compañeros que fueron sometidos a simulacros de fusilamiento en el Estadio Nacional luego del golpe de Estado de 1973. Y sé perfectamente, por los estudios que han realizado connotados psiquiatras y psicólogos tanto de Chile como del extranjero, que los resultados producidos en esas personas son en el hecho irreparables.
Pienso que el valor ético y jurídico de la vida es, en consecuencia, absoluto. Ninguna institución o persona puede disponer de la vida de un ser humano, y un Estado no puede tener como uno de sus fundamentos para regular la conducta de sus ciudadanos este castigo capital.
Un país o un Estado que organiza la convivencia de los seres humanos no puede desarrollar un sistema superior de valores si posee dentro de éstos un sistema jurídico o moral o un antivalor tan dramático y cruel como la muerte.
Creo que, además, está planteado en esta discusión que no es factible en lo futuro concebir la idea de que el cambio social puede producirse sobre la base de la violencia y el sacrificio de determinado grupo humano. Toda visión que quiera reconstruir a una sociedad desde cero o tomar el poder político por asalto está condenada en gran medida a institucionalizar el poder del más fuerte y la eliminación del adversario como método de acción política.
En este sentido, el ideal democrático que alimenta a todas las sociedades actuales cobra plena vigencia. Los valores de la tolerancia, del pluralismo, del respeto de las minorías; la libre deliberación popular, y la fijación de normas de desarrollo de una comunidad de modo consensual y colectivo son parte connatural de nuestra vida presente. Ellos se sitúan en las antípodas del hecho de conferir a la pena de muerte una connotación positiva para el desenvolvimiento social.
Por esta argumentación, me uno a la avasalladora corriente mundial que suscribe la tesis abolicionista.
En tal sentido, valoro enormemente las virtudes del tratamiento penal vigente, que está encaminado más bien a establecer sanciones sociales de muy diversos grados, pero, en general, orientadas a la reinserción de la persona en la sociedad; a concederle una oportunidad en tanto individuo; a darle la posibilidad de reformarse, de reaprender concretamente la forma de entender la vida como un proceso productivo, sano, civilizado y solidario.
En este punto se puede observar aquel viejo debate que radica la culpa exclusivamente en el individuo o en la sociedad. Y es claro que la persona y la organización social son difícilmente separables y que todo tipo de conducta considerada desviada o anormal responde, en lo concreto, a un entorno que de algún modo la motiva.
Se ha argumentado en esta Sala -y comprendo muy bien a quienes lo han hecho- que en caso de guerra es perfectamente justificable y debe estar establecida en el Código de Justicia Militar la pena de fusilamiento o la condena a muerte para quienes han incurrido en actos de sabotaje o de espionaje o atentado visiblemente contra la seguridad de nuestro país.
Señor Presidente , entiendo tales argumentaciones; me parecen justificables desde determinada óptica del pensar o del quehacer. Sin embargo, quiero decir que, aun cuando sea utópico, aunque en el mundo moderno la guerra no ha sido erradicada, sigo soñando, como humanista y como socialista, con que las sociedades del futuro -entre ellas la de nuestra patria- empiecen a vivir un clima de paz, donde la guerra sea sólo una manifestación del pasado.
Se podrá argumentar que la guerra ha sido siempre un mecanismo a través del cual los hombres han tendido a resolver los graves conflictos que entre ellos se originan. Es más: que el surgimiento de las naciones, en definitiva, fue producto del desarrollo de la filosofía de la guerra. Empero, luego de lo que sucedió en la humanidad entre 1940 y 1945, cuando estamos en vistas-incluso en estos días- de percibir cómo aquélla ha desarrollado armas de exterminio gigantesco, es fundamental que en nuestro país -y ojalá en todas las naciones que tienen una gran responsabilidad para dar una connotación superior a la convivencia civilizada- podamos iniciar el camino de erradicar definitivamente, como método de convivencia entre nosotros, la guerra, sea entre hermanos chilenos, sea entre hermanos latinoamericanos.
Pienso, en consecuencia, que tal argumento -reiterando que puede resultar utópico- es fundamental para que nos pongamos en la antítesis de aquellos que puedan cometer delitos de guerra, aboliendo definitivamente ésta como camino para resolver los conflictos entre los seres humanos.
Honorables colegas, nuestro derrotero, entonces, es procurar un orden social tolerante, que respete como valor esencial el derecho a la vida y a disentir de quien no piensa igual o a contar con una segunda alternativa de integración social.
Considero que ningún estamento de sociedad civil o militar puede tener entre sus cánones la pena máxima y que no existe causa alguna de excepcionalidad que la justifique. En verdad, estamos por bajar gradualmente los umbrales de vigilancia y castigo de nuestra sociedad -demasiado altos en estos años-, y nos inclinamos hacia un orden social que sea acogedor; abierto a la pluralidad; no punitivo; que resguarde efectivamente, no a un sector, sino a toda la ciudadanía, a todos los chilenos.
Muchas gracias.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Está terminada la parte de la sesión correspondiente al Orden del Día.
Deseo consultar a la Sala si el tiempo de la hora de Incidentes lo destinamos a continuar el análisis de este proyecto -quedan solamente tres señores Senadores inscritos-, para adoptar la resolución consiguiente; en seguida veríamos una iniciativa de "Fácil Despacho" que los Comités acordaron tratar sobre tabla -autoriza la enajenación de un bien de una corporación privada, para lo que se requiere ley-, y, como difícilmente tendríamos tiempo antes de las dos de la tarde para debatir el proyecto que está en el segundo lugar del Orden del Día, concerniente a las centrales sindicales y para el cual espera en la Sala el señor Ministro del Trabajo -porque de hecho disponemos sólo de media hora-, quedaría como primer punto de la tabla de la sesión de mañana.
¿Habría acuerdo para suspender la hora de Incidentes y terminar el tratamiento del proyecto relativo a la pena de muerte?
Como no existen observaciones, procederemos en esa forma.
El señor LAVANDERO.-
¿Me permite, señor Presidente ? Tenemos un pequeño problema.
Puede suceder que la sesión de Sala se tope con las reuniones a que están convocadas las Comisiones. Hay una citada para las dos de la tarde.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Creo que podremos terminar antes de esa hora, señor Senador.
El señor LAVANDERO.-
La Comisión de Hacienda se halla citada para las 14. De modo que se podría autorizar a las Comisiones que están convocadas para esta tarde a fin de que puedan funcionar paralelamente con la Sala.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Si le parece al Senado, las Comisiones que deban sesionar a las dos de la tarde podrán iniciar su trabajo a esa hora, sin perjuicio de que terminemos esta sesión.
En todo caso, tengo el convencimiento de que en media hora más daremos término a este debate.
Acordado.
Tiene la palabra el Honorable señor Martin.
El señor MARTIN.-
Señor Presidente:
Se ha escuchado un muy interesante debate y se han oído brillantes y profundas expresiones y exposiciones sobre un tema tan fundamental como el de la abolición o mantención de la pena de muerte.
La materia ha originado controvertidas teorías y producido diferencias que aún esperan solución; trasciende el terreno criminológico y jurídico penal y lleva su indecisión a las disciplinas filosóficas y sociales y al campo de la moral y al religioso.
Diversas teorías han sostenido a través del tiempo distintas limitaciones al derecho a la vida. La de mayor trascendencia es la relativa a la muerte en actos de guerra, que el Derecho Internacional acepta cuando se fundamenta en la defensa ante una agresión. Ella constituye una abolición transitoria del derecho a la vida en beneficio de los altos intereses del Estado. Y, como dice el tratadista Eduardo Salazar , "La guerra suspende durante su duración la inviolabilidad al derecho a la vida".
La otra limitación a este derecho es la pena de muerte. Y lo cierto es que, al igual que la situación de guerra, proviene de actos de autoridad.
Son numerosos los argumentos que se hacen valer tanto a favor como en contra de esta pena.
La tendencia defensora de la pena capital la restringe hoy a muy graves y determinados hechos delictuosos, circunscribiéndola en forma tal que sus limitaciones son más numerosas que sus aplicaciones.
Los abolicionistas sostienen que no hay derecho alguno sobre la vida de los individuos por parte del Estado, y que tampoco existe utilidad criminológica en la aplicación de la pena de muerte.
Verdad es -como se ha dicho- que el debate acerca de la legitimidad de la pena de muerte se prolonga durante siglos y que la tendencia actual en las legislaciones, en unas, se inclina por su abolición, y en otras, por su mantención.
Soy contrario a la pena capital. Pero no es fácil aceptar que el respeto a la vida lleve a la negación de sancionar en forma drástica a quienes fría y cruelmente asesinan a un semejante, con desprecio a ese derecho, ocasionando el sufrimiento de un dolor sin retorno.
No es admisible desconocer al Estado su obligación de tutelar el orden jurídico y defender a la sociedad de sus agresores cuando, organizados en guerrillas fuertemente armadas, destruyen la propiedad y asesinan sin piedad a inocentes, sin excluir niños y ancianos.
Si consideramos el sufrimiento que lleva consigo una pena, no es posible prescindir del dolor irreparable que el delito inflige ni silenciar los valores y sentimientos que afecta.
No se valora jurídica ni sentimentalmente el brutal actuar si no se sanciona con una pena que en breve lapso no se transforme en libertad condicional y en una nueva amenaza cargada, tal vez, de mayores odios por una represión que siempre se estimará injusta y que permitirá nuevamente destruir.
No olvidemos que la víctima es un ser humano que tiene a otros junto a ella; que todos poseen sentimientos y sufren, y que se hará más fuerte ese dolor al sentir la burla de una sanción insuficiente para reparar la agresión.
El Código de Justicia Militar también cautela bienes jurídicos que dicen relación a la existencia misma de la nación, a su soberanía y seguridad exterior. Y es por ello que delitos como la traición y el espionaje deben mantenerse con sus actuales sanciones para militares en tiempo de guerra.
Es así, señor Presidente , que aceptamos la pena capital para estos delitos de extrema gravedad, manteniendo los preceptos que reglamentan su aplicación y limitación en los Códigos Orgánico de Tribunales y de Procedimiento Penal.
Los bienes jurídicos comprometidos en los casos propuestos son de tal entidad que para éstos es aceptable mantener la pena de muerte.
En estas condiciones, y con las limitaciones expresadas, acepto que se mantenga esa sanción.
Muchas gracias, señor Presidente.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor González.
El señor GONZÁLEZ .-
Señor Presidente , deseo referirme a algunas consideraciones relacionadas con este delicado problema, que incide básicamente en una decisión de conciencia que habrá de tomar el Senado.
Me parece que el análisis efectuado por la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia de esta Corporación y el hecho de que el Ejecutivo haya sometido este tema al juicio del Congreso Nacional significan un paso muy importante para quienes sostenemos que la pena de muerte debe ser abolida.
Y creo que hemos ganado mucho terreno si leemos con detención, en el informe que nos presentó la citada Comisión, las opiniones de los Honorables señores Diez y Guzmán , quienes manifiestan que, "en términos generales, están de acuerdo en revisar la legislación vigente en materia de pena de muerte con un criterio restrictivo, toda vez que existen varios tipos penales que castigan al delincuente con rigor excesivo, e incluso los hay que describen conductas que no debieran ser punibles.".
Considero, señor Presidente, que esa parte del informe es de extraordinaria importancia, porque coincidimos con los Honorables colegas que lo suscriben en cuanto a que, sobre todo en el Gobierno anterior, se llegó a un aberrante exceso en el uso de la pena capital como manera de castigar algunos delitos.
Me parece, señor Presidente -y digo "Me parece" porque hablo a título personal y no en representación de mi bancada-, que no hay ninguna razón, política, ética o de bien común, que permita justificar la pena de muerte en nuestra legislación. Y señalo esto porque los chilenos hemos sufrido mucho en el pasado reciente por la aplicación de este tipo de condenas. Y mi opinión es la de que sólo con un respeto irrestricto del derecho a la vida, que no admita excepciones de naturaleza alguna, podremos protegernos de la repetición de abusos reprobables como los que debimos vivir no hace mucho.
Recuerdo, de mi paso por la Escuela de Leyes, que me produjo un profundo impacto que un distinguido profesor de Derecho Penal nos dijera que en los países donde se suprimió la pena capital para algunos delitos en una primera etapa se había producido un aumento de ellos, pero que luego, con el curso del tiempo, retomaron la misma línea anterior. Es decir, la pena de muerte de ninguna manera produce un efecto de escarmiento y no tiene, evidentemente, ningún fin correctivo.
El concepto retributivo de la pena, que posee mucha similitud con la ley del talión, es un concepto que fue abandonado hace largo tiempo por las sociedades civilizadas. Y ya se ha dicho aquí, por quienes me antecedieron en el uso de la palabra, que la sanción máxima no cumple ninguna función correctiva en el ámbito del Derecho Penal.
Quiero leer, señor Presidente , parte -muy breve- de los fundamentos de una moción presentada hace 120 años en la Cámara de Diputados por un hombre por el cual siento un profundo respeto: el ex Presidente don José Manuel Balmaceda , quien asentaba su posición abolicionista en las siguientes bases:
"La venganza ni es noble ni es legítima. Un hijo no tiene derecho a vengar la muerte de su padre, matando al hombre que lo asesinó. La moral y la ley condenan una venganza semejante. Y lo que está vedado al hijo que siente palpitar en su seno la sangre vertida por el asesino ¿será permitido a la sociedad en nombre de la vindicta pública?
"Por estrechas que sean las relaciones de la sociedad con cada uno de los individuos que la componen, jamás tendrán el vigor, la intimidad de aquellas que se fundan en la naturaleza, en los deberes de la familia, base primera sobre la que reposa el edificio social. Luego" -continúa el ex Presidente Balmaceda - "la vindicta pública, en cuyo nombre se mata al delincuente reducido a la impotencia, no es más que el falso ropaje con que se cubre nuestra flaqueza, los restos bárbaros de nuestra legislación penal.
"El castigo de los delitos debe tener por objeto la corrección del culpable, la reparación del ofendido, la seguridad y el buen ejemplo de que ha menester el progreso social. Pero la pena de muerte no sirve a la corrección del delincuente, no repara las ofensas o daños ocasionados, y por uno de esos movimientos del alma que tan poderosa influencia ejercen sobre la moral y los sentidos, se provoca la inseguridad pública, y se corrompe el pudor de los hombres con la vista del patíbulo, del verdugo, de la sangre de la víctima.".
Señor Presidente , se ha señalado que en algunos casos, y sobre todo con relación al Código de Justicia Militar, podría justificarse la pena de muerte como una prevención de la comisión de ciertos delitos.
Pero ¿qué dice la historia de nuestro país acerca de la aplicación de la pena capital?
Durante la Presidencia de don Ramón Barros Luco hubo siete casos en que se aplicó; en el período de don Arturo Alessandri Palma , diez (no se registró disminución alguna de los delitos castigados con pena de muerte), y en el segundo mandato de don Carlos Ibáñez del Campo, nueve, lo cual está señalando con claridad que la pena capital no cumple una función preventiva en la comisión de ciertos delitos.
Pero, además, ¿qué indica la historia de Chile con respecto a la conmutación de la pena de muerte? Desde 1900 hasta 1967, según estadísticas de la Dirección de Prisiones, hubo 780 conmutaciones de penas de muerte; es decir, se dejó en manos del Presidente de la República la decisión final.
Señor Presidente , recuerdo de mis clases de Derecho Penal una anécdota sobre el famoso penalista Lombroso , quien señalaba, según una extraña teoría -afortunadamente fue desechada porque, si no, muchos habrían tenido que sufrir sus consecuencias- que había ciertos rasgos físicos que inducían a los delincuentes a delinquir. Y para probar lo anterior, mostraba en su clase a un hombre con mandíbulas enormes, una gran nariz y grandes orejas, facciones que correspondían a un rostro patibulario, típico de un delincuente. Y empezaba su clase diciendo: "Vean a este hombre, con esa nariz, esas mandíbulas y esas tremendas orejas; éste es un hombre que está condenado a delinquir." Ante la sorpresa de sus alumnos, señor Presidente , este monstruo habló: "¿Me permite, profesor? Yo estoy muy de acuerdo con lo que usted está diciendo: es cierto que tengo las orejas grandes y tremendas mandíbulas". Pero, ante el espanto de los alumnos, agregó: "Soy hijo de una prostituta; no conocí a mi padre. Mi primer robo lo hice cuando tenía tres años. Los amantes de mi madre me castigaban brutalmente cuando me encontraban junto a ella, y la primera vez que estuve en la cárcel no tenía más de siete años. Y eso, profesor, fue lo que hizo de mí un delincuente.".
Esta anécdota tan trágica, señor Presidente , tiene para mí una gran significación: muchas veces podemos cometer errores al aplicar una pena tan grave como la de muerte.
Quiero terminar -al igual como lo hizo mi distinguido colega, el Senador Piñera- recordando otra anécdota.
Hace algunos años en este país la mitad de la clase dirigente política estaba en una isla del sur de Chile llamada Dawson. Hoy, afortunadamente, en la Sala están presentes algunos de los que allí estuvieron prisioneros y que podrán dar fe de esta anécdota.
Había un oficial que era muy estricto y que había descubierto lo terrible que es anunciar a la gente que va a ser fusilada. Tenía la costumbre de sacar a los prisioneros a mitad de la noche para decirles que serían fusilados. Y este hecho llegó a la cúspide cuando se anunció en el penal de Dawson que barcos y submarinos soviéticos venían a liberar a los prisioneros, entre los cuales estaba el eminente educador y hombre público Edgardo Enríquez Frodden . El oficial los hizo salir al patio -era un día en que hacía mucho más frío que lo común- y les advirtió que serían fusilados ante el más mínimo indicio de barcos extranjeros en las costas de Dawson. El profesor Enríquez Frodden , en una demostración de que ese tipo de cosas no afecta a hombres con gran fuerza interior, dijo: "Señor oficial, estoy muy de acuerdo con usted en que, si eso ocurre, nos fusile. Pero ¿no podríamos pasar a los barracones para que antes no nos vayamos a morir de tuberculosis?".
¿Por qué cuento esta anécdota, señor Presidente ? Porque estudiando estas estadísticas he podido observar que la mayoría de las veces la pena de muerte se aplicó en Chile a hombres de escaso nivel de instrucción -en su mayoría campesinos-, salvo mínimas excepciones, que muchas veces delinquieron porque fueron incapaces de morigerar sus impulsos y, en otras, porque lo hicieron como forma de conseguir mejores condiciones de subsistencia.
En general, los hombres con gran fuerza interior, gran temple espiritual no temen a la muerte. En general, los delitos penados en nuestra legislación con la pérdida de la vida son cometidos por gente que, de una u otra manera, ha sido marginada de la sociedad.
Yo deseo, señor Presidente , expresar que por formación doctrinaria soy un hombre profundamente humanista. Creo en el ser humano. Estimo que el ser humano debe ser el centro de nuestras preocupaciones sin ninguna excepción. Y, por ende, creo también en la cultura de la vida.
Tengo la profunda convicción de que la aplicación de la pena capital no soluciona ningún problema; pero sí es una justificación ética para que se cometan los más grandes abusos, en el nombre de fines y objetivos que no siempre han sido justificados en la historia de la humanidad.
Por eso, señor Presidente , en esta ocasión, en la que hemos participado en tan alto debate y hemos sido llamados a pronunciarnos en conciencia, votaré en favor de eliminar absolutamente la pena de muerte de la legislación chilena.
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Ofrezco la palabra al Honorable señor Frei.
El señor FREI (don Eduardo).-
Señor Presidente, quiero intervenir en este elevado debate señalando las razones por las cuales estoy en contra de la pena de muerte.
En primer lugar, por el derecho a la vida:
Estoy en contra de la pena de muerte, porque después de todo lo que hemos vivido en estos últimos años, durante los cuales tantos chilenos de todos los sectores han sido asesinados, es necesario terminar con el sufrimiento que la muerte de toda persona implica.
A la luz de la fe cristiana la vida humana, sin excepción, es sagrada e intangible. Sea cual fuere la naturaleza de los crímenes cometidos, la persona no pierde jamás su derecho fundamental a la vida, ya que tal derecho es de suyo primordial, inviolable e inalienable. La vida es el fundamento mismo de todos los demás derechos. Ellos alcanzan su plenitud y sentido sólo en la vida, la cual es destruida integralmente en virtud de una sentencia judicial de muerte.
En segundo término, por la tendencia mundial:
En casi todos los países del mundo la pena de muerte está siendo abolida. Su eliminación es signo de civilización, de terminar con la ley del talión. La violencia y la hostilidad no se reparan con medidas también violentas y hostiles. Chile se ha reinsertado en el proceso de respeto a los derechos. Y ello supone terminar con la pena de muerte. Con la abolición de la pena de muerte se destacaría más la sacralidad y fundamentalidad de la vida, lo cual redundaría en el prestigio del propio Estado.
En tercer lugar, por no ser un mecanismo disuasivo eficaz:
Quienes sostienen la mantención de la pena de muerte argumentan que ella es un elemento disuasivo en la comisión de delitos. Parten del supuesto que su vigencia evita que se perpetren. Los últimos años nos han dado muestra de que su vigencia no termina ni disminuye el porcentaje de delitos. Quienes los cometen no piensan en la sanción que se les pueda aplicar. Suponen que no serán sorprendidos y que sus hechos quedarán impunes. Además, el hecho mismo de que unos hombres maten a otros, cualesquiera que sean los motivos alegados, de por sí no tiene nada de ejemplar o digno de imitarse. No existe proporción entre la gravedad del castigo y los resultados positivos que se alcanzan.
Ello tiene más vigencia tratándose de los delitos terroristas. Quienes incurren en este tipo de delitos buscan notoriedad. Y entre sus móviles no se encuentra la evaluación de la pena, pues ésta no les importa. La sanción de sus delitos con la pena de muerte satisface lo que el terrorista busca. Además, hace del terrorista una víctima.
Entonces, dentro de un contexto condicionado por la violencia, se pone en duda el presunto efecto disuasivo de la pena capital; su abolición implica una capacidad para romper el círculo de la violencia, demostrando que no se tiene necesidad de destruir la vida de nadie para vivir honradamente y de acuerdo con la justicia; que existen otras alternativas más humanas y más efectivas contra el agravamiento de la criminalidad.
Resulta paradójico que el Estado no encuentre otra forma de proteger la vida de los ciudadanos, si no es matando a algunos de ellos.
En cuarto lugar, por ser irreversible:
La pena de muerte es irreversible: una vez aplicada, ya nada puede hacerse. Matando al delincuente, todo pierde algo de sentido. Además, su aplicación es en base a una certeza absoluta que nadie puede garantizar: no reconoce la posibilidad del error humano. También, no se da al condenado la posibilidad de enmendar rumbos, de cambiar su actitud.
En fin, la ejecución del delincuente no significa compensación alguna. Una segunda muerte no aporta ninguna compensación a la víctima, salvo algún instinto atávico de venganza. Además, la muerte del reo puede producir males inconmensurables en su propia familia.
En quinto lugar, por desvincular a la sociedad de su responsabilidad:
La pena de muerte asigna toda la responsabilidad del delito al que lo comete, pues, por una parte, se abstiene de cualquier mecanismo de rehabilitación del delincuente; y, por la otra, no reconoce que hay una cuota de responsabilidad suya, por la generación de contextos que inducen o no evitan que se perpetren delitos graves.
La cuestión sobre la sanción capital no debe plantearse en el sentido de indagar si una persona conocida como criminal, cualquiera que sea la naturaleza del crimen, merece la muerte. El motivo de la disuasión debe recaer sobre cómo la comunidad debe atajar la escalada de la violencia, pero sin atizarla con más violencia.
La abolición de la pena de muerte hace tomar conciencia de la complejidad de los actos criminales en su dimensión moral, psicológica, cultural, sociológica y espiritual.
Por último, señor Presidente , por ser tremendamente inhumana en su implementación:
Repugna a la conciencia moral el modo como se aplica. Lo largo del proceso, el plazo que transcurre entre su dictación y su aplicación, y la manera en que se procede el día de su aplicación la hacen más inhumana aún.
Por todas estas razones, estoy en contra de la pena de muerte.
Nada más, señor Presidente .
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor Zaldívar.
El señor ZALDÍVAR.-
Señor Presidente , Honorable Senado, creo un deber, en un debate de tanta trascendencia como éste, expresar mi opinión, aunque sea brevemente.
He escuchado con mucha atención las intervenciones -de una calidad que enaltece al Senado- que, con altura de miras, han planteado posiciones divergentes. Cada uno podrá sacar sus conclusiones.
Pienso que el centro del debate no se ubica en lo que algunos pretenden. No se trata de distinguir entre quienes estamos a favor de la vida y quienes son partidarios de la muerte.
Coincido con lo señalado por un señor Senador: a veces en la discusión de este tema se cae en lo emocional. Pero el mismo señor Senador, a lo largo de su exposición, recurrió de manera notable a lo emocional cuando observó que no era posible que nos dividiéramos entre quienes somos partidarios de la vida y quienes están a favor de la muerte. A lo mejor, sin quererlo, quiso situarnos en otra división: los que son partidarios de los patriotas y quienes estamos por los traidores, porque queremos suprimir la pena de muerte en los casos de los delitos militares; o quienes estamos por los terroristas y los que están por proteger las Fuerzas de Orden, que son el objeto de delito del terrorista. Creo que también el señor Senador incurre en una contradicción. Ni lo uno ni lo otro. No están en contra de la vida los que en conciencia hoy día en el Senado defienden la pena de muerte porque creen que cumple con el objetivo que persigue; como tampoco estamos por los traidores, o por los terroristas, los que opinamos que hay que suprimirla porque no cumple los propósitos que algunos estiman pueden lograrse.
Creo sinceramente, por una experiencia de vida y por el conocimiento que uno tiene del tema, que la pena de muerte no cumple con las finalidades de su establecimiento: no es ejemplarizadora, no es coercitiva, ni su mantención impedirá que se sigan cometiendo los delitos que la humanidad conoce a lo largo de toda su historia. Mientras más duras han sido las sanciones ejemplarizadoras -de las más atroces a las más benignas- no por ello el ser humano ha dejado de incurrir en conductas delictuosas.
La actual tendencia en el mundo apunta a tal objetivo, al igual como durante largo tiempo se luchó, por ejemplo, contra la esclavitud. Al respecto, en un documento que nos envió el abogado Alfredo Etcheberry , después de analizar el tema con mucha profundidad, se llega a la conclusión de que el mundo civilizado avanza hacia la tesis de la abolición de la sanción capital.
Dicho estudio parte examinando el problema de la esclavitud, y señala que en su tiempo había muchos argumentos a favor de mantenerla por estimarla necesaria y porque incluso no se consideraba al esclavo un ser humano. Y hasta la Iglesia Católica llegó a aceptarla.
También relata cómo la tortura llegó a ser aceptada, en diferentes niveles de civilización, por las instituciones más respetables. Sin embargo, el mundo civilizado, a medida que fue avanzando, suprimió la esclavitud y la tortura. Y no creo que hoy haya nadie en el Senado que llegue a avizorar la defensa de la esclavitud o de la tortura.
Me parece que en materia de pena de muerte se va por el mismo camino.
Aquí se han dado a conocer encuestas de Naciones Unidas donde se indica el número de países -más de setenta- que ha evolucionado en ese sentido. Pero lo importante no es eso, sino que el mundo tiende a establecer como norma que la sanción de la vida no debe existir porque no cumple ni ha cumplido la finalidad por la cual se consagró.
Pienso que nuestra decisión en esta materia debe ser tomada en conciencia. A mí no me gustaría nunca pensar que, por la aplicación de la pena de muerte, podamos haber cometido un acto de injusticia; que nosotros, teniendo la ocasión de haber legislado para impedir que por ese mecanismo cometamos actos de injusticia irreparables posteriormente, no lo hubiéramos hecho. Por lo menos, mi conciencia quedaría intranquila y, por eso, estoy por suprimir la sanción máxima.
Hay algo que me impactó y que además lo comentábamos con otros Senadores. Incluso hice preguntas al respecto para que mis recuerdos fuesen más exactos. En mi juventud hubo algo que se discutió mucho en las familias. Me refiero al caso de un condenado a la pena de muerte en Chile: Barceló Lira. Recuerdo que el suceso provocó casi la división entre familias chilenas de ese tiempo, entre cuyos miembros figuraban las autoridades que conformaban la opinión política. Y ni siquiera hubo la posibilidad del indulto. Y siempre quedó la duda de si era o no inocente. Me parece incluso haber escuchado que el hijo se cambió de apellido porque fue convencido de que su padre era un homicida. Sin embargo, cuando fue mayor de edad y tuvo todo el conocimiento necesario, volvió a tomar el apellido de su padre. Creo que fue así.
Personalmente, no quisiera que en nuestra patria volviera a suceder algo semejante. Y ésa es la razón por la cual hoy día -no porque San Agustín o Santo Tomás planteen una u otra tesis (uno y otro pudieron equivocarse en su tiempo); no porque unos u otros quieran hacer de esto un debate de tipo emocional; no porque yo esté por los traidores y en contra de los patriotas, y en favor de los terroristas y en contra de sus víctimas-, por creer realmente en la vida, votaré en contra de la pena de muerte.
He dicho.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra el Honorable señor Díaz.
El señor DÍAZ .-
Señor Presidente , se han hecho aquí análisis y todo tipo de comentarios y argumentos en pro y en contra de la pena de muerte.
Quizás hay un pueblo en la historia del mundo que ha pasado por todas las vicisitudes que pueden afectar a un país. Me refiero a Francia. En 1789, el Terror con Robespierre , y bajo el arma fatídica de monsieur Guillotin , un médico que debió ser el que daba vida, caen las cabezas más importantes, empezando por los Capetos, siguiendo por Lavoisier, ese gran médico. Y el crimen político -supuesto crimen o real crimen- se sanciona con la pena capital.
Un siglo después, en 1894, en ese mismo país, un oficial del Ejército francés, de origen judío, Alfredo Dreyfus , es condenado por un tribunal castrense, acusado de alta traición. Y aquí toco el punto. La alta traición sería uno de los delitos que estarían sancionados con pena de muerte. Dreyfus es condenado, y un periodista, gran novelista y acucioso investigador, Emilio Zolá , toma la causa como cosa personal y en carta en que interpela al Presidente de la República demuestra la inocencia de Alfredo Dreyfus . Castigo para Emilio Zolá : 10 años de cárcel; pero se evade y viaja a Inglaterra. Mientras tanto, la sentencia contra Dreyfus por el alto mando militar francés, que no admitía ninguna réplica ni investigación -eso dice la historia-, provoca tal polémica que, pasado un tiempo, aparecen otros investigadores que demuestran que Dreyfus era inocente.
Y aquí vamos al tema. Los tribunales militares o castrenses también se equivocan -y con demasiada frecuencia-, y muchas veces no permiten una investigación acuciosa de los hechos para averiguar la verdad de lo sucedido.
Un siglo más tarde, en la misma Francia, ejemplo en la historia y en la civilización, los obispos se reúnen y hacen una recomendación que es tomada en consideración por el Gobierno francés, y es abolida la pena de muerte.
Y todo eso en menos de 200 años, corroborándose lo que señalaba el Honorable señor Zaldívar de que no en vano pasa el tiempo y de que se va madurando también la condición ética y la moral y la conciencia mundial respecto de estos problemas tan graves.
Un Honorable Senador, partidario de la pena de muerte, hizo alusión a crímenes con un dramatismo emocional impresionante. Pero si analizamos esos crímenes, comprobaremos que uno de ellos fue perpetrado por un muchacho de 15 años. Y es muy probable que ese niño no tenga ni siquiera padres, o padres responsables. Y aquí llegamos entonces a la responsabilidad que cabe al Gobierno, a los legisladores, a la sociedad, para evitar la comisión de estos hechos. Me parece que un muchacho de 15 años es absolutamente irresponsable de sus acciones, a pesar de que ya se halla en la edad del discernimiento. Pero tomando en cuenta el "yo y las circunstancias", como dice Ortega y Gasset, es probable que él haya actuado impelido por muchas fuerzas que no fue capaz de manejar.
Señor Presidente , pasa una cosa que catalogaría de absurda. Y perdonen que recurra a lo emocional, porque también la emoción es parte del ser humano. Yo soy médico. (Aquí hay otro colega que también lo es). Y durante nuestra práctica médica atendimos a algunos criminales en los servicios de urgencia, principalmente en uno: en la Posta Tres del sector de Matucana. Pues bien, nuestra obligación como médicos era realizar todos los esfuerzos médicos, humanos y económicos para salvar la vida a quienes allí concurrieran, aunque estuviéramos conscientes de que eran criminales redomados y aunque sobre alguno de ellos pesara una sentencia de muerte.
Por eso, con esa conciencia que nos da la Medicina, que es la antítesis de los otros poderes -porque el médico tiene la vocación, la formación y la educación para dar y salvar vidas-, mi posición es claramente contraria a la pena de muerte.
Creo, señor Presidente, que debiéramos hacer en Chile cualquier esfuerzo, tanto de parte del Gobierno como de los legisladores y la sociedad en su totalidad, para que, en lugar de pelotones de fusilamiento, haya unos cuantos "padres Hurtado" que podrían recuperar a esa juventud y a esa adolescencia para bien de la sociedad. Cambiemos la pena de muerte por algunos "padres Hurtado" y procuremos encontrarlos en Chile.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Ha terminado la discusión general del proyecto.
Si no hay observaciones en contrario, corresponde aprobarlo en general y enviarlo a Comisión para su segundo informe.
Debo advertir que hay numerosas indicaciones.
Si le parece al Senado, así se acordaría.
El señor HORMAZÁBAL.-
Con mi abstención, señor Presidente .
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Se aprueba en general el proyecto, con la abstención del Honorable señor Hormazábal.
AUTORIZACIÓN A ASOCIACIÓN NACIONAL PRO NIÑO Y ADULTO DEFICIENTE MENTAL PARA ENAJENAR INMUEBLE
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Por acuerdo de Comités se incluyó en la tabla el proyecto de Su Excelencia el Presidente de la República , en virtud del cual se solicita la autorización legal para que la corporación de derecho privado denominada "Asociación Nacional pro Niño y Adulto Deficiente Mental" pueda enajenar a título oneroso un inmueble que el Fisco le transfiriera en su oportunidad para destinarlo exclusivamente a la finalidad indicada, cual es la de servir de sede a esa corporación.
-Los antecedentes sobre el proyecto figuran en los Diarios de Sesiones que se indican:
Proyecto de ley:
En primer trámite, sesión 2ª., en 3 de octubre de 1990.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra la Honorable señora Feliú.
La señora FELIÚ.-
Señor Presidente , Honorable Senado, la ley N° 17.348, de 1970, autorizó al Presidente de la República para transferir gratuitamente un inmueble a la corporación de derecho privado denominada "Asociación Nacional pro Niño y Adulto Deficiente Mental". Es un bien raíz ubicado en la Avenida Irarrázaval de la ciudad de Santiago.
El artículo 2° de la misma ley estableció que la corporación beneficiaria debería destinar la propiedad exclusivamente al cumplimiento de sus finalidades estatutarias, y que si se ocupare en un objeto distinto del señalado, lo que se acreditará con la sola certificación de la Dirección de Tierras y Bienes Nacionales, volverá al dominio del Estado.
Desde la fecha de su donación, en el inmueble ocupado por la sociedad de beneficencia, funcionó una escuela para niños y adultos deficientes mentales; pero en 1989 hubo un incendio que destruyó gran parte de él.
Entonces, para poder cumplir sus objetivos y finalidades de enseñanza a niños y adultos deficientes mentales, la corporación de beneficencia debe enajenar tal inmueble, pues en él no puede funcionar la escuela donde impartía sus enseñanzas.
El proyecto en trámite autoriza la transferencia y deroga el artículo 2° de la ley N° 17.348 que la prohibía, al igual que no permitía el cambio de destino del inmueble.
Considerando lo dispuesto en el artículo 6° transitorio de la Constitución Política, estimo que la iniciativa legal debe ser aprobada por el Senado en cuanto a lo que dispone el artículo 2°, el cual deroga el artículo 2° de la ley N° 17.348, que -como digo- prohibía la enajenación del inmueble, porque la materia de que trata el resto no es propia de ley. La enajenación de inmuebles del Estado está reglada de manera general por el decreto ley N° 1.939; y lo relativo a actos administrativos de particulares incumbe al Ejecutivo y no a la ley.
No obstante lo anterior, como el artículo 2° de la ley N° 17.348 establecía la prohibición, el dejarla sin efecto sí es materia de ley.
Por lo tanto, recomiendo la aprobación del artículo 2°.
Sin embargo, el artículo 1° autoriza a la corporación de derecho privado para enajenar el inmueble de que se trata, y que destine el producto de la enajenación del inmueble anteriormente individualizado a la adquisición de otro bien raíz, útiles y otros bienes corporales muebles, los que deberán ser empleados exclusivamente para el cumplimiento de sus finalidades estatutarias.
Considero que esta última materia no es propia de ley, ni tampoco conveniente para la entidad de beneficencia de que se trata, porque le va a inmovilizar los bienes que adquiera legítimamente.
Sobre el particular, es útil tener en consideración que la ley que hoy regla de manera general ese asunto -el decreto ley N° 1.939- permite que, en casos excepcionales, el Fisco done inmuebles a instituciones de beneficencia como ésta. Y esa ley dispone que, transcurrido el término de cinco años, estos inmuebles pueden ser transferidos. Ésa es la regla general.
En consecuencia, como han pasado veinte años desde que se entregó este inmueble a esa institución, creo que debemos aprobar sólo lo indispensable, esto es, la derogación del artículo 2° de la ley N° 17.348; pero no la norma que obliga a esa institución a adquirir determinados bienes y a que deba conservarlos para siempre en su patrimonio.
He dicho, señor Presidente.
El señor VALDÉS (Presidente).-
Ofrezco la palabra.
Ofrezco la palabra.
Cerrado el debate.
Si hay acuerdo del Senado, se aprobaría el proyecto en los mismos términos expuestos por la Honorable señora Feliú ; vale decir, derogando el artículo 2° de la ley N° 17.348, y dejando constancia, para la historia fidedigna de esta ley, de las observaciones que ella ha hecho para que esa corporación pueda proceder como lo ha solicitado.
El señor GONZÁLEZ .-
¿Me permite, señor Presidente?
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra Su Señoría.
El señor GONZÁLEZ .-
Este proyecto de ley debió haber sido tramitado a la Comisión que yo presido; pero, atendida su urgencia, los Comités hemos acordado que se vea sobre tabla.
Creo que debe dejarse expresa constancia, señor Presidente -tal como Su Señoría ha señalado-, de que el hecho de que la Corporación esté aprobando sólo el artículo 2°, dice relación, fundamentalmente, a que los objetivos que persigue el artículo 1° -y según ha informado la Honorable señora Feliú- se consiguen por la vía de simples decretos de Su Excelencia el Presidente de la República , y no mediante ley. Ésa es la única razón por la cual esta Corporación aprueba entonces sólo el artículo 2°.
Gracias, señor Presidente.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Tiene la palabra la Honorable señora Feliú .
La señora FELIÚ .-
Podría aprobarse el artículo 1° sólo en su primer inciso, que autoriza a la corporación a enajenar el inmueble, pues el inciso segundo excede la materia propia de ley, y es congruente con la derogación del artículo 2° de la ley respectiva.
El señor VALDÉS ( Presidente ).-
Parece muy lógica la aclaración.
Se da por aprobado en los términos señalados por la Honorable señora Feliú .
ACUERDO DE COMITÉS
El señor EYZAGUIRRE ( Secretario ).-
Hay un acuerdo de Comités del cual la Mesa desea dar cuenta:
"Los Comités Parlamentarios acuerdan que el proyecto de ley que modifica la ley N° 18.892, Ley General de Pesca y Acuicultura, sea analizado por la Comisión de Hacienda paralelamente a su estudio por la Comisión de Pesca y Acuicultura.".
El señor VALDÉS (Presidente).-
Se levanta la sesión.
-Se levantó a las 14:21.
Manuel Ocaña Vergara,
Jefe de la Redacción.