Labor Parlamentaria
Participaciones
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Antecedentes
- Senado
- Sesión Especial N° 3
- Celebrada el 02 de octubre de 2001
- Legislatura Extraordinaria número 345
Índice
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El señor SILVA .-
Señor Presidente , Honorables colegas, hablo en representación del pensamiento radical. Y quiero referirme especialmente a un tema que, al pasar, se ha tratado en las extensas intervenciones de esta tarde: el humanismo. Me interesa destacar cómo éste aparece deteriorado profundamente con el ataque terrorista en comento.
Para cualquier humanista, lo ocurrido en Nueva York es un acontecimiento que marca la historia del hombre. Para todo ser humano que tenga un cargo de responsabilidad en su sociedad, constituye un profundo llamado de atención. Desde hoy se hablará de un antes y un después del ataque a las Torres Gemelas.
Quisiéramos que esas inflexiones históricas fueran siempre positivas, como cuando se habla del nacimiento de Cristo, con un antes y un después; o que fueran simples hitos marcados por descubrimientos que ha logrado confirmar la ciencia entre las distintas edades de la humanidad.
Pero no es así, y también se presentan estos otros hechos, como la Primera y Segunda Guerras Mundiales, como las bombas atómicas detonadas en Hiroshima y Nagasaki. Son acontecimientos que han marcado el devenir del ser humano sobre la Tierra, para bien y para mal. Y siempre, para bien o para mal, han sido un llamado de alerta.
En este caso, esa marca es terrible. Constituye un paso sin retroceso hacia un futuro que aún no logramos desentrañar y que muchos ni siquiera se atreven a imaginar. Es una línea que marca el fin de una época y el comienzo de otra. Y ha sido hecha en la cuna de la sociedad que, al comenzar el siglo XXI, es la potencia militar y económica más poderosa que jamás ha conocido el planeta. Esa marca fue grabada con sangre de inocentes.
Aún nos sentimos impactados por las escenas del atentado. Todavía sentimos dolor por los miles de seres humanos que sucumbieron en la irracionalidad de un ataque suicida. Aún no salimos del asombro por cómo los ingenios de las tecnologías pueden ser tronchados de su objetivo original y transformados en armas letales en manos de fanáticos terroristas.
Desde esta tribuna, queremos hacer patente nuestro dolor, nuestra protesta por lo que significa atentar contra la vida humana, cualquiera que ella sea. Deseamos manifestar nuestra solidaridad con los familiares de las víctimas. Y quisiéramos decirles que su martirio no ha sido en vano; que vendrán tiempos mejores; que los seres humanos volveremos a mirarnos como hermanos; que aprenderemos a respetar a nuestros congéneres por el solo hecho de ser de la misma especie, independientemente del color de piel, de creencias religiosas, de preferencias sexuales, de etnias, de la potencia económica o de la capacidad física o mental. Eso desearíamos expresarles, y no por ello ser extremadamente optimistas.
Quisiéramos, en fin, manifestarle al pueblo norteamericano que respetamos su dolor; que lo comprendemos y lo compartimos; que, como muchos de sus integrantes, no entendemos cómo hemos llegado a esto; que confiamos en la sensatez de muchos de los seres humanos que harán posible enmendar el rumbo. Y quisiéramos decirle, también, que lo acompañamos en este mirar inseguro en que hoy está inmerso.
Creemos, sin embargo, que éste es un momento especial, muy especial. Y me viene a la memoria un símil que no por simple deja de ser certero, a mi juicio.
Un comentarista expresó que al día siguiente el pueblo norteamericano había amanecido como el hombre maduro que despierta después de verse afectado por un primer ataque cardíaco. Silentemente, va tomando conciencia de que aún está vivo. Y empieza a hacer un balance de su vida; lentamente, pero con profundidad, sin dejar ningún intersticio. Y va comprendiendo, con la laceración que significan las grandes lecciones, que ha perdido buena parte de su vida en consideraciones menores; que, posiblemente, ha dejado escapar la felicidad que dan los hijos por estar sumido en compromisos que, en definitiva, nada le han dejado; que el poder que creía tener con la riqueza de nada le sirve; que su búsqueda del éxito económico no le ha permitido ver lo hermoso de la naturaleza, la belleza del sol alumbrando entre las hojas, lo terso de un amanecer, la tenue luz de la luna sobre un mar plateado y calmo, la pregunta ingenua y fundamental de un niño. Y, al hacerse cargo de sus equivocaciones, decide darle otro rumbo a su existencia.
De ello dependerá su vida: de saber que es mortal; que la existencia tiene muchos otros matices; que no hay verdades absolutas; que la realidad puede cambiar de acuerdo a quien la observe.
Cuando haga este balance, seguramente podrá comprender mejor lo que le ha ocurrido. Pero no sólo habrá enriquecido su intelecto por la comprensión del fenómeno físico: su riqueza estará más cerca del alma, porque será más humano, más amplio, más solidario, con mayor capacidad para aceptar la diversidad.
Cuando las imágenes de las torres gemelas derrumbándose vuelven a mi mente, aún me pregunto: ¿Por qué? Y aunque la respuesta sigue abierta, creo saber que es el costo de vivir la locura de un mundo sin valores, un mundo en el que debemos tolerar que nuestros medios de comunicación nos transformen en espectadores banales e insensibles de las miserias humanas.
Frente a ello, nuestra protesta no sólo apunta al falseamiento de la situación: apunta también al malsano trastoque de valores, a la siembra de antivalores, a hacernos partícipes insensibles de las miserias de la vida.
De eso ya tuvimos una primera experiencia con la guerra del Golfo. Vimos cómo los misiles surcaban el cielo iraquí. Los vimos estallar. Nunca vimos las víctimas. Fuimos espectadores de un juego de guerra. Pero era un juego real, dramático, inhumano. Al día siguiente, nada pasó: eran nada más que imágenes de la televisión. Por desgracia, esas imágenes eran verdaderas. Detrás de ellas había gran dolor, mucha impotencia de todo un pueblo. Y el telespectador sólo vio la precisión tecnológica.
Nos rebelamos ante la posibilidad de ser partícipes de esta vida virtual. El ser humano es una realidad que se debe cuidar, proteger y convertir en el centro de nuestra preocupación. De ello depende que sigamos siendo humanistas; que podamos concebir un futuro mejor, donde cada uno de nosotros sea hermano de su hermano, en que mujeres y hombres conciban una vida en común con su entorno, con la naturaleza y con los otros seres humanos.
Nos referimos, naturalmente, a un humanismo que considere a los seres humanos como el centro de su preocupación, pero en el sentido de conglomerado, y además, que lo haga desde la perspectiva de ser un integrante de su entorno seriamente comprometido con la naturaleza y que comprenda que su vida está atada indisolublemente a la suerte que su presencia determina para el planeta.
Todo eso será posible si ponemos atención a los detalles. No olvidemos jamás que lo que nos diferencia del resto de las especies es nuestra capacidad de elevarnos a la condición de testigos inteligentes del acontecer del universo. Y gracias al desarrollo que hemos logrado, tenemos también la posibilidad de influir en él.
Anhelo sinceramente que el despertar del enfermo sea con una mirada amplia. No sé si su enfermedad es signo de su inevitable muerte. Ignoro si la decadencia que implica su deterioro es definitiva. Pero sé que la vida siempre tiene un futuro, que la existencia no ha sido pensada para que este observador termine con todos los vestigios de ella. Y mientras un hálito de humanidad siga palpitando sobre la Tierra, continuaremos aferrados al humanismo, pero a un humanismo que no puede ser la negación del sentido social, ni tampoco la patente de corso para que el hombre explote a quienes deben ser sus hermanos o atente contra ellos de manera inmisericorde.
Así, pensaremos siempre que el hombre merece nuestro respeto. Todos los hombres, de todos los pueblos, de todos los credos, de todas las preferencias sexuales, de todas las etnias, de todos los colores de piel.
Cuando esta convicción vuelva a calar hondo entre nosotros, podremos sentirnos satisfechos; podremos pensar que los sacrificios nunca son en vano, por más dramáticos, crueles e insensatos que sean; podremos estar seguros de que el ser humano ha vuelto a un punto de partida y quizás inicie con el milenio la instalación de las bases para una nueva civilización, fundada en la justicia, en la felicidad y en la paz de la humanidad.
Tal es el pensamiento modesto que hemos querido transmitir como radicales a nuestros colegas y a nuestra colectividad, compartiendo naturalmente lo que significan, en consonancia con ello, el planteamiento hecho por la señora Ministra de Relaciones Exteriores y sus anuncios referidos a los acuerdos que se enviarán para la consideración del Honorable Senado.
He dicho.