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  • Legislatura Extraordinaria número 321
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Intervención
MODIFICACIÓN DE CÓDIGOS PENAL Y DE JUSTICIA MILITAR Y DE OTROS TEXTOS LEGALES EN LO RELATIVO A LA PENA DE MUERTE

Autores

El señor THAYER .-

Señor Presidente , no puede negarse que la evolución cultural de la humanidad, no obstante las atrocidades que se han conocido -fruto, particularmente, de los totalitarismos, las guerras civiles, el terrorismo, el narcotráfico y otros desastres políticos y morales-, ha mostrado progresos en la consideración de la dignidad humana.

Lejos parecen los tiempos en que el rey Fernando VII, "deseando conciliar" -dice el monarca- "el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la aplicación de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la merecieren he querido señalar con este beneficio la grata memoria del feliz cumpleaños de la reina, mi muy amada esposa, y vengo en abolir para siempre en mis dominios la pena de muerte en horca, mandando que en adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas del estado llano; en garrote vil, la que castigue los delitos infamantes sin distinción de clase, y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble" -algo así como el anexo Capuchinos- "para los que correspondan a la de hijosdalgo".

Recuerda Escriche que "al garrote ordinario van los reos conducidos en caballería mayor y con capuz pegado a la túnica; al vil, en caballería menor o arrastrados, según la sentencia; y al noble, en caballería mayor ensillada y con gualdrapa negra"...

Este mundo ya se extinguió, pero han aparecido otras discriminaciones, que han sido examinadas a propósito del debate sobre la pena de muerte, pero que afectan, en general, a los derechos humanos.

Considero que las versadas intervenciones que hemos escuchado en esta Sala de parte del Ministro señor Cumplido y de los Honorables señores Pacheco , Calderón , Huerta, Fernández , Guzmán y otros, honran esta tribuna e ilustran a sus miembros y a la opinión pública. Con todo, el debate parece inagotable, y aun los no especialistas -como es mi caso- quisiéramos aportar algunas reflexiones antes de asumir la seria responsabilidad de emitir nuestro voto. Me ha alentado a esta intervención un párrafo del informe de la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia, que leeré en su parte pertinente:

"En la fundamentación del voto," dos señores Senadores "se manifestaron contrarios a la pena de muerte, en toda circunstancia, porque consideran que el valor jurídico y ético de la vida humana es absoluto y no hay razones para justificar que el Estado atente contra ella, en ninguna forma, ni aun so pretexto de administrar justicia. Además, agregaron que, como consecuencia de lo anterior, en su opinión tampoco se justifica causar la muerte en legítima defensa, ni en caso de guerra.".

Estas observaciones son de una lógica terrible y es ella la que conduce a esta Honorable Corporación a examinar el problema con el dramatismo que algunas veces ha caracterizado ciertos discursos.

¿Puede o no haber excepciones a este respecto? Yo diría que, en circunstancias normales, una sociedad sólida y civilizada debería ser capaz de asegurar la paz y la convivencia sociales sin tener que acudir a una sanción tan cruel como la pena de muerte.

Pero lo expresado -que, repito, me parece claro en circunstancias normales-, no resulta igualmente válido en situaciones de excepción. En efecto, el cotejo responsable y reflexivo de los argumentos en favor o en contra de la pena máxima demuestra que tales argumentaciones son muy fuertes en pro de la abolición de la misma en cuanto a su carácter meramente punitivo. En cambio, en su carácter de medio para la defensa social, las razones no siempre son concluyentes.

Veamos el caso del capitán de un barco que, ante desórdenes que pueden provocar un naufragio inminente, debe disparar contra el que, presa del pánico, promueve un motín arriesgando la conservación de la nave y la vida de los pasajeros. Allí no se trata de la culpabilidad subjetiva del amotinado -el que, incluso, puede ser un histérico inocente-, sino del hecho de que, en determinadas circunstancias, no hay tiempo para adentrarse en las complejidades de un proceso y quien ejerce el mando no puede vacilar.

Algo similar acontece -y aquí entramos ya en la problemática que nos ocupa- cuando el comandante de un cuerpo del ejército sorprende a un delator, espía o traidor, y por la responsabilidad que le otorgan el mando y su deber de defender las vidas y derechos que le han sido confiados, dispone, previo juicio sumario -según las circunstancias- el fusilamiento de aquél, o, sencillamente, ordena disparar contra el que huye con información clave para el enemigo.

Comprendo que es vidrioso y difícil establecer los límites entre la legítima defensa propia y la legítima defensa de la sociedad. No siempre es fácil discernir si actuó con proporcionalidad y prudencia quien disparó en contra del asaltante nocturno de una morada sin antes estar seguro de si éste se hallaba armado o no; o contra un sospechoso de pretender volar un gasómetro sin estar plenamente cierto de que la bomba que portaba era tan poderosa como para permitirle lograr su objetivo.

Pero mucho más allá de esos y muchos otros ejemplos puntuales subyace una cuestión de fondo: la sociedad, por motivos de catástrofe, guerra externa, conflicto interno, epidemias, terrorismo, etcétera, se encuentra, a veces, en situaciones de extremo peligro que obligan a sus gobernantes a establecer estados de excepción, cuya violación acarrea a sus autores penas severísimas y, a menudo, sin más alternativa que la muerte.

Quiero anotar, señor Presidente , que estas reflexiones me conducen a un segundo aspecto, el que desearía que el Honorable Senado considerara seriamente antes de decidir: me refiero a la cuestión de si en verdad pensamos en el valor inviolable de la vida humana, o en que la vida humana no puede ser puesta en juicio o en peligro por la acción del Estado. Me ha parecido advertir que con el correr del tiempo se ha ido debilitando el sentido ético profundo de la institución de los derechos humanos en general y del primero de ellos (la vida humana) en particular. Se intenta pasar de una fundamentación filosófica inamovible del respeto a la dignidad del hombre, a una fundamentación de menor alcurnia que consiste en reputar violada esta dignidad si es el Estado -o sus agentes- el que actúa, y no cuando actúan pandillas, mafias, grupos paramilitares, fuerzas dispersas, etcétera. Un caso típico es el de la tortura, que tiene su expresión máxima, desde algún punto de vista -como lo apuntaba el señor Ministro de Justicia -, en la muerte.

¿Qué dice, al respecto, la Declaración sobre protección de todas las personas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, formulada por las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1975? Expresa que "se entenderá por tortura todo acto por el cual un funcionario público u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa u otras personas.". Más adelante, agrega: "La tortura constituye una forma agravada y deliberada de trato o pena cruel, inhumano o degradante".

En Chile ha sido particularmente acentuada esta errónea y perniciosa tendencia a considerar que sólo pueden violar los derechos humanos el Estado o sus agentes y no otras personas o entidades. Así, se llegó a mirar como aceptable -hasta virtuosa o heroica- la violación de cualquiera de los 30 artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, si ella conducía al derrocamiento del Régimen militar encabezado por el Presidente Pinochet . Ese pensamiento aún se advierte en discursos, declaraciones y debates. Podrían acopiarse citas y darse nombres, pero ése no es el objetivo de estas palabras.

Me asalta la preocupación de que se frustre una buena oportunidad de progresar en la asimilación profunda, consciente, moral del sentido y valor de los derechos humanos, cuando, por un lado, veo que se pretende indultar, amnistiar o rebajar las penas de quienes hubieren delinquido combatiendo al Régimen militar, mientras que, por otro, se intenta hasta la derogación de la Ley de Amnistía en el caso de quienes favorecieron a ese Régimen o tuvieron la calidad de funcionarios o agentes de él, olvidando, incluso, que, de acuerdo con principios naturales inviolables, la responsabilidad penal recae en las personas naturales y jamás en las jurídicas.

Resulta necesario precisar los términos de la cuestión y terminar con el pernicioso intento de considerar el valor moral de los derechos humanos y del derecho a la vida como una mera herramienta política, sustitutiva del viejo derecho natural, que tendría la propiedad de servir para defender a algunas personas sólo frente a abusos del Estado, pero no a todas las personas frente a los abusos tanto del Estado como de otros individuos, entes o instituciones, que muchas veces acrecientan su maligno proceder alentados por la indecisión, pasividad o complicidad del propio Estado. Así, por ejemplo, si una organización terrorista atenta contra la vida de una persona, está violando el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y la autoridad del Estado que no concede amparo al oprimido y pretende restablecer el imperio del Derecho enfrentándose a quienes lo conculcan, se hace cómplice de esa violación.

Sería pues, una interpretación mezquina y destructiva del basamento moral de los derechos humanos sostener que sólo existe una violación de ellos cuando es el Estado el infractor, y no cuando quien oprime es una banda terrorista, una mafia o una pandilla de delincuentes que se entroniza en la sociedad por la ineficacia o timidez del Estado.

Otra cosa es que la autoridad, en su necesaria acción represiva, cometa, estimule o ampare abusos que constituyan, a su vez, violación de los derechos humanos de los reprimidos. Éste es otro ingrediente principal del complejo problema en que las sociedades se debaten entre la estabilidad política y la revolución; entre la libertad y seguridad de la población pacífica y los derechos inviolables del más violento de los asesinos.

Con todo, siempre debemos tener en claro los principios indiscutibles que recién mencionaba: la responsabilidad política y civil puede corresponder a las instituciones, pero la responsabilidad penal sólo recae en cada persona culpable.

Resultaría ocioso abundar en citas y antecedentes para reafirmar estos criterios. No obstante, debo advertir que las circunstancias históricas están poniendo en riesgo de periclitar el principio moral de los derechos humanos, al restarles universalidad y ponerlos al servicio de objetivos -muchas veces respetables y legítimos- que jamás pueden ceder, en alcurnia, a lo que intrínsecamente los justifica y enaltece: el respeto a la dignidad del ser humano. Este elemento juega también, a mi entender, en el debate respecto de la pena de muerte.

Debido a que la pena de muerte aparece como una acción del Estado en contra de la vida humana, muchas opiniones son suaves, livianas o ligeras para admitir la acción occisiva, homicida, de muerte, cuando la invoca un movimiento liberador, un grupo revolucionario o una pandilla contraria al Derecho; en cambio, son absolutamente inconmovibles en no aceptar a ese respecto una acción del Estado, el cual a veces actúa en defensa del interés de la propia sociedad.

He considerado mi deber llamar la atención acerca de esta peligrosa tentativa que, bajo el embrujo de asegurar el éxito de los movimientos revolucionarios y liberacionistas sin las trabas y limitaciones que implica respetar la dignidad humana de los adversarios, pretende que sólo los Estados y sus agentes pueden violar los derechos humanos y la vida a través de la sanción de la pena de muerte.

Suena muy simple hablar en general del respeto a los derechos humanos del adversario político. Pero el asunto no es tan fácil cuando este adversario muestra la cara y se concreta, por ejemplo, en la intervención de tropas de ocupación nazis o soviéticas; o cuando se juega la suerte de la resistencia contra un tirano cruel e indomable, o cuando un país débil y subdesarrollado pretende liberarse del yugo colonial. Entonces, surge en todo su rigor la vieja doctrina maquiavélica de que "el fin justifica los medios", y, en aras del triunfo de la resistencia, la rebelión o la guerra, todos los medios parecen legítimos. A veces, para tranquilizar la conciencia moral, se falta a la verdad, se extreman los vicios o maldades del contrario, se oscurecen las alternativas morales y, en definitiva, el hombre mata a otro para que éste no lo mate primero, para que no haga reventar un gasómetro, para que no viole a su mujer, su madre o su hija, o no destruya su libertad. En otros casos, la alternativa es más dramática aún: sin la mentira del espía, sin el asesinato del tirano o del rehén que puede confesar un secreto militar bajo la presión de la tortura, o sin la redada masiva que abarca al grupo completo donde se oculta el culpable, es indudable que se producirán males mayores. Siempre el hombre de bien, gobernante o rebelde, estará crucificado entre dos riesgos tremendos: ser ineficaz en la lucha contra graves males o ser eficaz descuidando o infringiendo la moral.

Tengamos la humildad de reconocer que la sociedad moderna no ha conseguido aún, para los momentos de turbulencia nacional o internacional, claridad segura y armonía plena en los objetivos de ser eficaz y moral al mismo tiempo. Por eso, la doctrina triunfante de la universalidad horizontal y vertical de los derechos de la persona humana nos obliga a luchar por la paz con mayor denuedo que antes, a desterrar los métodos violentos con más empeño y convicción que nunca. Sabemos que sólo en la paz y en el juego respetuoso del pluralismo es posible asegurar la dignidad del hombre, y que sólo la unión de todos los que estamos resueltos a respetarla podrá imponerse, por los medios de la moral y la ley, a las minorías que aún no despiertan de su fracasada utopía de unir por el odio y mandar por la violencia. Será entonces, en ese momento social, cuando será posible la abolición plena de la pena de muerte.

Por tal motivo, como la sociedad actual dista mucho de encontrarse en esa circunstancia, mi voto será favorable al criterio adoptado por la mayoría de la Comisión.

Muchas gracias, señor Presidente.

He dicho.

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