Estamos empezando a vivir nuevamente tiempos difíciles. El concepto de “crisis financiera” ha llenado los escenarios de los medios informativos mientras los mandatarios llaman a la calma y a la mesura y ya pareciera que se espera que el hombre común se declare culpable y asuma sus responsabilidades por lo ocurrido. Pero la realidad es otra.
NoneEstamos empezando a vivir nuevamente tiempos difíciles. El concepto de “crisis financiera” ha llenado los escenarios de los medios informativos mientras los mandatarios llaman a la calma y a la mesura y ya pareciera que se espera que el hombre común se declare culpable y asuma sus responsabilidades por lo ocurrido. Pero la realidad es otra.Biblioteca del Congreso Nacional de Chile
Estamos empezando a vivir nuevamente tiempos difíciles. El concepto de “crisis financiera” ha llenado los escenarios de los medios informativos mientras los mandatarios llaman a la calma y a la mesura y ya pareciera que se espera que el hombre común se declare culpable y asuma sus responsabilidades por lo ocurrido. Pero la realidad es otra. El hombre común -cualquiera de nosotros- sólo se constituye en un micronécimo componente obligado del sistema de producción y comercio mundial que nos impulsa a comprar todo lo que nos ponen por delante de acuerdo a determinadas reglas de comportamiento. Justo ahí esta nuestra única significación porque si no cumpliéramos nuestro rol consumidor, todo este castillo de naipes se derrumbaría estrepitosamente y los dueños del dinero quedarían con montañas de “bienes chatarras” carentes de todo valor. Lo malo es que si se paralizara esta ingente maquinaria, cesaría la producción y se cerrarían nuestras fuentes de trabajo y al no haber ventas, desaparecerían las ganancias y al no haber ganancias, tampoco habría para nosotros el “chorreo” de los excedentes que nos permiten vivir. Por tanto, aun cuando no nos guste, estas fuerzas antagónicas que relacionan lobos con corderos, terminan siendo complementarias como partes del natural equilibrio entre los contrarios. (Sólo el Comunismo podría romper esta maldición. ¡Qué lástima que sea una utopía!).
Parangoneando con la historia japonesa, podríamos decir que somos los símiles de aquellos campesinos anteriores al siglo X que al ser mandados masivamente a la guerra por sus “señores”, tendían a disminuir peligrosamente en número, provocando hambrunas generalizadas en las comarcas respectivas por una insuficiente producción arrocera. Por tanto, la conclusión fue que estos campesinos debían preservarse y mantenerse en el terruño para que cumplieran a cabalidad sus labores ancestrales. Sus ausencias en los campos de batalla se suplirían con una clase guerrera altamente especializada (‘samurai’). Lo mismo ocurre en el presente con el hombre común que se le prepara desde la infancia para que trabaje toda su vida y todo este esfuerzo lo traduzca en consumo. Por eso, hasta para aquellos que propician las guerras, las guerras en sí pasan a ser mal vistas porque exterminan a demasiados presuntos compradores dejando a grandes regiones sin producir ganancias por mucho tiempo.
Mega consorcios internacionales son dueñas de estas empresas que recaudan los dineros aportados por el comprador de bienes y servicios al menudeo (electricidad, pan, vestimentas, entretención, etc) como también el de los grandes inversionistas con los que se codean a diario en sus siempre inestables juegos transaccionales. Las cifras que mueven son trillonarias y en las “bolsas de valores” todo se reduce a impresos con signo “peso” que en esencia, carecen de todo valor intrínseco. Como el Capitalismo se sustenta en esta representación del oro en papel dinero dudosamente respaldado, existe una preocupación permanente por su control aun cuando -por lo menos hasta el presente- el sistema contralor no ha logrado o no ha intentado alcanzar la efectividad requerida y todo sigue pendiendo del grado de “credibilidad” que se tenga del vendedor. “Confianza” es la palabra clave que permite traspasar de manos todo lo imaginable. De ahí el tremendo peligro que lleva consigo “don dinero” con su caprichoso accionar, cambiándole de un minuto a otro el significado valórico a un mismo bien según sean los comportamientos de sus indicadores de “oferta” y “demanda”, agregándose a ello – cuando las oportunidades lo permiten – la incorporación de la hábil mano de la “especulación” que crea condicionantes mentirosas para desorbitar los precios y estructurar instancias de riquezas express.
Fue justamente este afán especulativo el que dio motivo a la actual “crisis financiera” que ya parece estar agregando conceptos de “desaceleración”, “crisis mundial”, “recesión”, etc. Su triste gestor fue EE.UU con una descarada especulación en torno a bienes inmobiliarios y con tentáculos tan largos que llegaron hasta Europa. El sector inmobiliario se convirtió de la noche a la mañana en un bien de capital altamente cotizado y las transacciones de bolsa se hicieron multimillonarias. Su éxito se fundamentaba en un inesperado crecimiento de la demanda poblacional por bienes inmuebles. Lo que no se sabía era que el milagro se sustentaba en préstamos a bajo interés ofrecidos a una masa de alto riesgo, incapaz de generar respaldos que aseguraran la amortización regular de la deuda contraída. Se había creado una “burbuja inmobiliaria” que a medida que crecía, involucraba a otros sectores de la economía. El drama salió a luz cuando las arcas de los prestamistas se vieron sobrepasadas por la incontrolada presión de los demandantes y el bluff dentro de los ruedos bolsátiles se tornó insostenible. El delicado equilibrio en que se movían, se había hecho trizas al chocar contra los bolsillos tempranamente vacíos de sus deudores insolventes que no sólo perderían el sueño de la casa propia sino todo lo que aun pudieran tener.
Al estallar la “burbuja” cunde la desconfianza y el pánico y, el efecto dominó se deja sentir. Las acciones se desvalorizan abruptamente al igual que los inmuebles transados. (Hasta en un 100% de sus valores originales). Se desconocen los respaldos ofrecidos, se restringen violentamente los préstamos, se elevan los intereses, aumentan las presiones y se tiende al inmovilismo. Las bolsas se desploman y el fantasma de una bancarrota de círculos concéntricos, comienza a remecer cimientos que van más allá de las fronteras. El Gobierno que vive su propia crisis de desprestigio, salta a la palestra, no para desenmascarar culpables, sino para tratar de tapar el enorme forado que también comienza a succionarlo. Pero su salvavidas de varios miles de millones de dólares sacados del erario nacional ya no es suficiente. (La pregunta que queda en el aire es: ¿entre qué dedos se quedaron enredados esos otros miles de millones de dólares reales rescatados oportunamente de esta “burbuja”?.). Todos los países del mundo que comenzaron a sentir sus primeras marejadas, se han apresurado a apretujarse debajo de diversos paraguas protectores, mancomunando esfuerzos para paliar en parte sus efectos nocivos. Pero, seguramente, también se habrán movido aquellos gobiernos o consorcios que están analizando trayectorias y componentes críticos que pudieran canalizar convenientemente para que les lleven agua a sus molinos. Al fin de cuentas, parece que el mundo no cambia sustancialmente el comportamiento de sus hombres no importando cuántos siglos pasen.
Seguramente en algún minuto prístino, la geografía humana de este planeta sólo estuvo conformada por pequeños puntos poblacionales que eran capaces de autosustentarse y definirse culturalmente según sea la leche otorgada por la madre Naturaleza. Pero al minuto siguiente ya estaba presente el antagonismo necesario del “yin” y el “yan” que motiva las relaciones e inestabilidad de los grupos humanos para impulsarlos al cambio. Surgen los depredadores ejerciendo la violencia, la discriminación y el dominio. Desaparecen pueblos enteros, otros se ven reducidos a condiciones viles y se mezclan razas para acrecentar huestes. Así se sucedieron los hunos, los romanos o los Aníbal que al caer, sólo cambiaron sus nombres, mientras las nuevas armas se hacían más letales y las nuevas estrategias acrecentaban el perímetro de las conquistas hasta atropellar las demarcaciones hechas por el otro depredador venido de cualquier parte. Surgen nuevas tensiones y con ellas, una nueva búsqueda de aliados y la necesaria siembra de odios para enmarcar al nuevo enemigo tildado de “bárbaro”, de “sarraceno”, de “nazi”, de “comunista” o de “extremista”. Desde entonces, los conceptos de “crisis”, de “guerra” y de “cambio” han sido una constante en la evolución humana… hasta la Segunda Guerra Mundial que repartió nuestro globo terráqueo en apenas dos mitades y luego la Guerra Fría que lo jugó todo a una sola carta. Aparentemente llegaba la hora de un mundo unificado sin fronteras, con sólo una cultura oficial, una sola moneda de cambio y todo, bajo una dirección hegemónica de un grupo de “elegidos” encargados de imponer la “paz mundial”. Por lo demás, a esta altura de los acontecimientos, la concentración del poder bélico estaba ya totalmente definido, el manejo político global en pleno proceso y la única gran tarea pendiente era unificar el poder financiero. La “globalización” haría realidad esta panacea universal: la propiedad mundial en pocas manos y todo bajo el control de un organismo central privilegiado. La tarea podría comenzar por un lugar estratégico: el Medio Oriente. (Comentando al margen, curiosamente, los últimos mandatarios norteamericanos proceden todos de familias de banqueros pero no así Obama que estaría rompiendo la regla. Curiosamente también, la palabra “asesinato” se está dejando escuchar con frecuencia en medio de la consabida “campaña del terror”?. ¿Será fundamentalismo racial o religioso o político o…?).
Esta búsqueda de la unidad mundial nos lleva a evocar aquella experiencia vivida por Japón después de ese largo período histórico de “país en guerra” donde los “señores de la guerra” fueron perdiendo sus cabezas (literalmente hablando) junto a sus respectivos dominios o aceptando el vasallaje. Así, Japón se transformó en una sola unidad geo-política en manos de los ‘shogun’ del clan Tokugawa por dos siglos y medio a partir del siglo XVII. Aun más, lo aislaron del resto del mundo para evitar contaminaciones indeseables (‘sakoku’). Ellos manejaron sin contrapeso todos los bienes de la Nación, dictaron todas las leyes, impusieron una paz absoluta y trazaron modos de vida rigurosamente reglados según criterios nacionalistas. Lograron uniformar profundamente el pensamiento, el sentir y el quehacer de todo el Pueblo pero todo esto, a partir de aquella otra uniformidad ancestral donde ya se renegaba de la diversidad. (“El clavo que sobresale recibe el martillazo”). En este caso, Japón fue prácticamente feliz porque era su única realidad conocida dentro de una sola cultura, con un solo idioma, religiones perfectamente compatibles y una sola tradición envolvente. Pero, ¿podrá ser igual para un mundo calidoscópico donde prevalecen las disparidades de todo tipo y la confrontacional disposición a defender estas diferencias existenciales?. ¿Acaso Vietnam e Irak no lo han gritado a todo pulmón?. Seguramente por lo mismo, esa “globalización” encaminada a formar esa presunta “civilización universal” está sintiendo la presión de emergentes grupos de poder paralelo que están intento “globalizaciones locales” tendientes a cimentar con mayor efectividad zonas de identidad, seguridad y estabilidad. A esto se agregan las tensiones de esta crisis en proceso que podría contribuir a abrir brechas en direcciones insospechadas, cambiando drásticamente las páginas finales del libreto de este melodrama de última hora de la historia del mundo.
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