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Asia Pacífico | Observatorio Parlamentario

El crucero Esmeralda y Japón / Parte I

18 agosto 2007

La Historia donde nace el Sol Hacia el año 1880, las relaciones entre Japón y la Gran Bretaña eran cordiales y convenientes. Resultado de treinta años previos de gradual pero insistente intromisión en la región, el poder inglés se había incrementado de manera notable. Los tratados firmados con China (Tratados de Nanjin, de Wangsia, de Yuangpú y finalmente de Beijing) en conjunto, le habían dado dominio total sobre el viejo imperio.

La Historia donde nace el Sol

Hacia el año 1880, las relaciones entre Japón y la Gran Bretaña eran cordiales y convenientes. Resultado de treinta años previos de gradual pero insistente intromisión en la región, el poder inglés se había incrementado de manera notable. Los tratados firmados con China (Tratados de Nanjin, de Wangsia, de Yuangpú y finalmente de Beijing) en conjunto, le habían dado dominio total sobre el viejo imperio. Además, el volumen de intereses e inversiones inglesas en todo el Lejano Oriente obligaban a la Gran Bretaña a calcular con cuidado cada movimiento y nuevo equilibrio. La política expansiva de Moscú se proyectaba tan al Oriente como fuese posible, y siendo que por uno u otro camino la industria inglesa ganaba con el desarrollo ruso, mejor fue “dejarlo ser”. Pero, en ese caso se debía buscar una fuerza equivalente. Y ésa podía ser Japón. Rusia y Japón se interesaban en la misma zona china: el antiguo reino de Manchukúo o Manchuria, patria de la dinastía reinante en Beijing. Y, justamente en consideración al descrédito de esa casa Manchú o Qin, es que ofrecer Manchuria no era una afrenta para el pueblo chino por lo demás, ya suficientemente anestesiado e insensibilizado con atropellos y vergüenzas de toda índole. Antes que Rusia terminara de manifestar sus intensiones, Japón se adelantó y ocupó enclaves decisivos en el borde de Corea y Manchuria. Pero, en un ajuste de áreas propuesto por Inglaterra se obligó a La Casa del Loto y del Cerezo a devolver esas ganancias excesivas. Tokio se retiró con una condición. Que ningún otro ocupara lo perdido. No sucedió así. Rusia se quedó con lo que Japón consideraba su porción.

 

Japón había sido la única que había sabido absorber la agresión de las potencias Occidentales. Su fórmula había sido aceptar, aprender y superar. Y en el mismo tiempo que China había sido agredida de la manera más ignominiosa, Japón supo maniobrar y evitar una agresión directa. En cambio buscó la asociación conveniente, mientras aprendía de quienes sin duda eran potenciales enemigos. El resultado es que en el mismo lapso que China se desmoronó, Japón se adaptó a las nuevas condiciones, se fortaleció al extremo de ser considerado casi un igual. Exactamente en el balance regional, era otro mastín que roía el árbol chino derribado.

 

La filosofía política japonesa se sintetizó en el lema que por entonces inspiraba sus negocios: para mantener la soberanía y la dignidad es preciso ser rico y poderoso. Ambas cosas requerían poseer una buena marina. En la enérgica arremetida, pasaron a llevar a China; y para hacer las paces, se firmó un tratado. Rusia aprovechó el caos de la Revolución Bóxer (es decir, la insurgencia armada de los Yìhétuán Qiyì, (“los guerreros rectos y armoniosos” llamados de manera despectiva por los ingleses “boxers” o sea, perros de pelea). Y en ese río revuelto, pescó con hábil anzuelo un pez muy gordo. Logró que China le entregase en un comodato prácticamente infinito Puerto Arturo para su flota naval oriental, que de otra manera quedaba atrapada e inmovilizada en Vladivostok por el hielo. Era obvio que la holgada posición militar rusa haría peligrar la influencia japonesa sobre Corea y en general su aspiración a dominio de una amplia área de expansión marítima y apertura comercial, bajo su mando y libre tránsito. Y como el gobierno coreano concedió a Rusia una base naval, esta vez demasiado cerca de la zona japonesa, comenzó una tensión con aroma a conflicto. Londres, en tanto, sacaba cuentas y celebraba las diferencias entre sus socios, pues era su estilo, dividir para prevalecer.

 

Hacia el año 1896, mientras Moscú organizaba sus nuevas adquisiciones, Japón se preparó en silencio. Inglaterra percibió los movimientos. En hábil maniobra consiguió un puerto chino a sólo 40 kilómetros de Puerto Arturo y desde ahí frenó los avances rusos. Haciendo un sagaz balance, a Inglaterra le pareció preferible ahora apoyar a Japón, con quien firmó un tratado en 1902. Entre las cláusulas se estipuló que Japón construiría en Inglaterra un impresionante número de naves de guerra, plan llamado Esperanza y determinación. Cuando Tokio se sintió seguro exigió la salida de Rusia de la Manchuria, pues contravenía los acuerdos. Y como Moscú dilató las conversaciones, Tokio declaró rota la relación. Era 1904. Japón poseía las bases y las fuerzas para cualquier operación; a diferencia de Rusia que solo tenía dos bases distanciadas: Puerto Arturo y Vladivostok, donde fondeaba una flota antigua e ineficiente. En cambio, la flota japonesa, al mando del almirante Heihachiro Togo consistía en siete acorazados, ocho cruceros acorazados -uno de esos era el Idzumi, el ex - Esmeralda. Cinco acorazados costeros, diecisiete cruceros livianos, una docena de destructores y un centenar de torpederos. Uno de los acorazados, el Mikasa, lanzado al agua en 1902 desde Vickers Shipyard, Inglaterra, era el más moderno buque de guerra de la época. Japón estuvo así listo para arrollar a quien se le pusiera por delante.


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