Labor Parlamentaria

Participaciones

  • Alto contraste

Disponemos de documentos desde el año 1965 a la fecha

Antecedentes
  • Senado
  • Sesión Ordinaria N° 34
  • Celebrada el
  • Legislatura Ordinaria año 1965
Índice

Cargando mapa del documento

cargando árbol del navegación del documento

Homenaje
HOMENAJE A LAS VICTIMAS DE LOS TEMPORALES QUE HAN AFECTADO AL PAÍS.

Autores

El señor TEITELBOIM.-

Honorable Senado:

En los últimos diez días, a través de la espesa cortina de lluvia que cubrió largo trecho de Chile, al llanto del cielo se sumó el llanto de los hombres.

Muertes en la nieve, en la alta y salvaje cordillera, desatadas en aludes, en rodados gigantes; muertes en el agua de la costa azotada, y entre medio, un dolor de barro y desolación salpicando la corona de espinas que rodea, como imagen de calvario, las poblaciones pobres de nuestras ciudades mayores.

Extraño signo el de Chile, país de dulzuras y violencias de la naturaleza. Nuestra tierra, de tanta belleza andina, marítima, lacustre, tal vez deba pagar un alto precio por la hermosura: precio de terremotos, de interminables soledades, de lluvias, de viento y de nieve. Pero debe pagar, todavía más caro, un precio de sangre por la imprevisión de los hombres, por la negligencia de los supremos responsables.

Sí, sabemos cómo es de fascinante, variable y cruel nuestro mar; sabemos cómo es nuestro invierno, suave y benévolo, con relación a tantos otros de latitudes diferentes; sabemos las iras de los Andes; sabemos que cada estación, en Chile, tiene formas y lenguajes distintos. No es grave, aunque resulte ingrato, olvidar las horas de sol, de alegría; pero sí es grave que, cuando llegan la primavera y el verano, se olvida que en Chile ha habido centenares de inviernos y que habrá muchos más, y que hay un ser al cual debemos cuidar de sus furores ciegos: el hombre. Cuando llegan de nuevo las horas sombrías y amargas, todo el país parece estremecerse hasta el tuétano con un gesto atónito, estupefacto. Al pasar de esos días tétricos, las tristes imágenes se tornan más angustiosas cuando ese zumo de limón ácido de los temporales, como el de los terremotos, se vierte a cántaros sobre la llaga viva de la miseria.

De nuevo el país se agita extrañado. Y ahora, otra vez venimos aquí a hablar, en un inevitable tono funerario, por nuestros muertos inmolados en el litoral, en la cima de la cordillera, en tantas partes o rincones recónditos.

Pésame a la Marina.

En nombre del Partido Comunista, quiero presentar nuestra condolencia a la Marina de . Chile, a todos los deudos enlutados por la tragedia del escampavía "Janequeo". Hoy, la popa de ese barco hundido aparece y desaparece bajo las aguas y 62 hombres de nuestra Armada duermen para siempre en el cementerio más hondo de los marineros. Un deceso tal vez más sobrecogedor que otras muertes que durante miles de años estremecieron a la Humanidad y que ya recogieron las Escrituras.

Un profeta remiso a su deber, arrojado al mar, rogó, según ellas, desde el vientre del cetáceo: "Echásteme a lo profundo, al seno de los mares; envolviéronme las corrientes. Todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí. Las aguas me estrecharon hasta el alma, envolviéndome el abismo. Las algas se enredaron a mi cabeza. Bajé a las bocas del sepulcro, la región cuyos cerrojos son barras eternas". Sesenta y dos chilenos valerosos fueron envueltos ya por, el abismo, bajaron a las bocas del sepulcro presos ya en la región cuyos cerrojos son barras eternas.

Honor a los capitanes Marcelo Leniz Bennet, Claudio Hemmerdinger Lambert, al subtenienteFélix Nieto Prat, al guar-diamarina, a los cabos de máquinas, buzos, navegantes, radarista, hombres de abastecimiento, cabos panaderos, mayordomos, artilleros; honor, con un crespón, para todos esos trabajadores del mar que en él encontraron su flotante camposanto; honor para todos los marineros caídos. Y, por cierto, una palabra de admiración postuma para el marineroMario Fuentealba Recabarren, del remolcador "Leucotón"', que se lanzó al agua para tratar de salvar a los náufragos, y cuyo nombre hoy se registra también tristemente en la lista de los desaparecidos.

Sin embargo, ellos no están solos en la nómina de la muerte tormentosa de estos días. En el liceo Juan Antonio Ríos tampoco contestarán, a la lista de todas las mañanas, algunos niños, porque fueron las primeras víctimas del temporal. ¿Víctimas sólo del temporal? Más que de la furia de la naturaleza, víctimas, sobre todo, de aquellos que no cumplen su deber, que llaman a la muerte ajena, que la provocan con su incuria, su negligencia, su falta de responsabilidad endémica. Y cuando esta muerte es de pequeñuelos, ella resulta, muchas veces, más absurda y más culpable.

Vaya nuestro pésame a los deudos de los mineros sumidos en el turbión de la nieve y los hielos. Otra vez el paisaje blanco de La Disputada de Las Condes, en el invierno, se ha teñido de rojo y de negro.

Queremos dar la expresión de nuestro duelo de las familias y también nuestras condolencias por los andinistas aplastados por los rodados en Portillo.

En Santiago, un obrero que colaboraba en las faenas de traslado de personas damnificadas de la población Colo-Colo sucumbió tragado por el torrente enloquecido del Mapocho. En el Zanjón de la Aguada, otro trabajador pereció entre sus aguas torrentosas y lúgubres.

Hay otros que murieron. Por todos los que perecieron hay congoja en el corazón y ansia de que sus muertes no hayan sido escritas en el viento.

Un drama gris.

Es la ley de la vida que los vivos entierren a los muertos y fijen sus ojos en los vivos. Los chilenos somos, en cierto sentido, ocho millones de sobrevivientes; y los damnificados de los últimos temporales, en mayor o menor grado, se calculan en cientos de millares.

En estos últimos días, hemos visitado varias poblaciones, liceos y escuelas, y visto un drama mucho menos evidente que los cadáveres húmedos, chorreantes de la "Janequeo"; menos patético, por cierto, que la tiniebla total que ha caído sobre sus vidas, enterrados para siempre en el túmulo oceánico. Es el drama gris, pero multitudinario, desgarrador que hemos visto a causa del Mapocho desbordado: los te-' chos volando, las aguas turbias y cena-gozas arrasando las poblaciones ribereñas, legiones de familias trepadas sobre las camas, porque el río, en complicidad con la lluvia y los hombres responsables, sobre todo, ha inundado sus destartaladas casas. Hemos visto mil ojos de niños, absortos, asombrados: ocho en un catre desvencijado, en cuartos de paredes desaplomadas, revenidas, sobre charcos. Hemos visto esa pregunta inquietante, ese signo de interrogación en los niños descalzos. ¡Sí, descalzos, que tiritan en medio de la lluvia! ¿Qué vida es ésta? Faltan tantas cosas y todo parece encontrarnos desprevenidos.

¿Hay derecho, a seguir en el asombro?

¿Hay derecho, hay razón para asombrarse siempre? Creemos que no. Estábamos ya advertidos. La historia de Chile está cuajada de noticias de temporales y desastres naturales. La literatura chilena registra hasta el romance de una monja espantada por la "Avenida Grande" del río Mapocho, ocurrida el 16 de junio de 1783. Si hasta el historiador militar don José Antonio Pérez García lo dice en su historia de Chile: "Ella derribó todos los costosos tajamares de cal y canto; corrió por la ciudad, Cañada, Cañadilla y haciendas de campo, postró edificios, inundó todo el monasterio del Car-men Bajo, derribando un ángulo obligó a las religiosas a que, rompiendo una pared, se saliesen bien mojadas por un agujero".

Fray José Javier Guzmán describe así la catástrofe, en su obra "El chileno instruido en la historia topográfica, civil y político de su país": "Los mismos estragos que hizo el Mapocho en Santiago hicieron, en proporción del caudal de sus aguas, todos los demás ríos del Reino, porque habiendo sido una misma la causa, esto es el copiosísimo aguacero de cuatro días, fueron también universales los efectos".

¡ Así es de vieja la historia! Y así también es de vieja la falta de decisión de las autoridades del pasado para afrontar la ayuda y la prevención de calamidades. Vicuña Mackenna lo recuerda, con su colorida pluma: "Una vez que el temporal plegó sus alas y pudieron vadearse las calles de la ciudad, diéronse cita los capitulares a la sala de acuerdo. Tuvo lugar esa sesión a las 7 de la noche del 18; pero el cabildo resolvió que nada podía hacer por salvar la ciudad: "respecto que de sus propios, no ha dinero efectivo alguno"." Se parece mucho a lo que se dice hoy día. Lo de siempre, comenta el historiador, pues si queremos mirar bien, debemos concluir que hay en todo esto mucha culpa de los hombres, de los regímenes, de los grupos sociales que han conducido al país a través de los siglos.

También lo dice el Cardenal.

Una persona tan poco sospechosa de comunismo como el Cardenal Arzobispo de Santiago, acaba de decir, con gesto admonitorio, que "no se pueden proyectar viviendas en lechos de ríos. . . No es lógico dejar que corra el tiempo sin revisar el estado de conservación de viviendas, puentes, caminos, etcétera..." Y tampoco -agregamos nosotros- se puede esperar indefinidamente. Se ha esperado demasiado. Se ha esperado durante siglos. El plazo de todas las esperas ya está cumplido con largueza.

"La vida humana" -añade el CardenalSilva Henríquez- "los problemas de la comunidad, la urgente necesidad de todos exigen estudios y soluciones prontas. Sería un peligroso desafío postergarlas y aplazarlas so pretexto de divergencias subalternas, desvinculadas de la realidad y de la índole profunda de estos problemas". Suscribimos esta apreciación, la desesperada prisa que corre el país.

El prelado agrega: "No es cristiano jugar a ingeniosas y habilidosas discusiones cuando pueblos enteros tienen hambre y necesitan con apremio un abrigo y un hogar".

Preparémonos.

No sé cuándo los volcanes de Chile entrarán de nuevo en erupción, mal que nos pese; no sé cuándo vendrán nuevos terremotos. El próximo año llegará un huevo invierno y, probablemente, nuevos temporales, porque todos ellos son fenómenos naturales inevitables de nuestra tierra natal.

Preparémonos, entonces. Planifiquemos, ojalá todo, tomando en cuenta la clase de país en que vivimos y el país que necesitamos, con defensas que lo pongan en guardia contra los ramalazos destructores de una naturaleza volcánica, a veces convulsionada, a veces frenética. Se necesita un país de construcción científicamente reglamentada, con fiscalización enérgica en todos los órdenes. Un plan completo de remodelación de su estructura urbana, rural, cordillerana, marítima, minera, industrial, para defender al hombre, nuestro tesoro más definitivo y precioso, contra los vendavales y azotes de los desórdenes contradictorios de la tierra, del mar y el cielo y las faltas de los propios poderes humanos.

Que Chile no sufra más en la impotencia.

Cuentan que los marineros del "Leucotón", viendo la muerte de sus compañeros de la legendaria "Janequeo", lloraban de impotencia.

Que Chile no llore más de impotencia ante los nuevos desastres físicos presumibles. Aprendamos esta nueva tremenda lección. Sólo si sacamos enseñanzas de ella, los muertos de esta última tragedia no serán seguidos por muchos otros, a raíz de violencias naturales que sobrevendrán en lo futuro. Eso depende de todos nosotros. El pueblo chileno, como siempre, sacará fuerzas de flaqueza.

Los comunistas estamos plenamente dispuestos a dar todo nuestro aporte para hacer que este país esté hecho a la medida del hombre, tomando todas las providencias necesarias para asegurar su máxima defensa y amparo. Pero los efectos arrasadores de los vendavales y cataclismos pueden ser reducidos a un mínimo si la larga y estrecha casa en que vivimos los chilenos se arregla con el criterio de que el invierno y las calamidades telúricas pueden ser enfrentados airosamente por todos nuestros compatriotas sin pagar fatalmente un sangriento tributo de duelos de vidas, penurias y desdichas, como ha sucedido hasta hoy.

Hemos visto la solidaridad generosa de dentro y de fuera y la actitud viril del pueblo, que se pone otra vez empecinadamente a la faena. Se necesita más ayuda. Atender a la emergencia; pero también sentar las bases de la solución definitiva y profunda que supone una patria que sea padre y madre para todos, igual para todos, y, en primer término, de nuestro castigado, sufrido y magnífico pueblo, terremoteado, llovido, naufragado, hambreado y destechado durante siglos.

Aprender la vieja lección.

El ancho corazón del pueblo chileno está poblado de cicatrices. El mar es tumba de muchos hermanos nuestros y los cementerios de nuestra tierra están llenos de cruces por hombres que no debieron morir en la forma y en la hora prematura en que murieron. Ojalá no volvamos a hacer discursos parecidos cuando sobrevenga el terremoto siguiente, cuando vengan los próximos inviernos, con sus desoladoras avenidas. No, estamos obligados a ver y respetar los ciclos de nuestra propia naturaleza y a leer en su libro doloroso y accidentado su vieja lección, que con la hondura de la aflicción colectiva periódicamente repetida, nos obliga a pensar en el deber categórico de luchar en voz alta para que se salven en lo futuro muchos chilenos que pueden racionalmente salvarse.

No enterremos con los muertos de la "Janequeo", en el fondo del mar o de la tierra, esta lección. Más allá del funeral marino en el hondo lecho del implacable Pacífico, o en el cementerio andino de los mineros, o en las tumbas frescas de los niños, más allá de las salvas de adiós, recordemos que la vida tiene que aprender y aprovechar de la muerte. Y como queremos que Chile viva libre de los fantasmas desbocados de su propia naturaleza, nada mejor que levantar una patria y una sociedad capaz de defender hasta el fin la vida de los chilenos, la vida de su pueblo.

Sólo así la luz de esa escampavía de nuestra marina, que apagó su antorcha, estrellada contra los arrecifes, bajo la ciega tormenta, hundida como una sombra fugitiva; sólo así la mano salobre de las mareas y del oleaje no podrá borrar esa trágica experiencia, como proyectada en la arena, sino que vivirá como un mandato para prevenir al hombre y a la mujer de Chile de todos los males semejantes.

Por eso, veamos los estragos de esta tormenta, los días tristes del temporal, como un anuncio de alarma, como una sirena, que nos enseñe a hacer un Chile capaz de defender a los chilenos de las calamidades de una naturaleza conocida v previsible.

He dicho.

Top