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Antecedentes
  • Senado
  • Sesión Ordinaria N° 13
  • Celebrada el
  • Legislatura Ordinaria año 1966
Índice
  • Documento
    • VI.- INCIDENTES.
      • HOMENAJE A LA MEMORIA DEL CARDENAL JOSE MARIA CARO RODRIGUEZ, CON MOTIVO DEL CENTENARIO DE SU NATALICIO.
        • Participacion
  • Documento
    • VI.- INCIDENTES.
      • HOMENAJE A LA MEMORIA DEL CARDENAL JOSE MARIA CARO RODRIGUEZ, CON MOTIVO DEL CENTENARIO DE SU NATALICIO.
        • Participacion

Homenaje
HOMENAJE A LA MEMORIA DEL CARDENAL JOSE MARIA CARO RODRIGUEZ, CON MOTIVO DEL CENTENARIO DE SU NATALICIO.

Autores

El señor NOEMI.-

Señor Presidente del Senado, Honorables colegas:

Con emoción de cristiano y de chileno, intervengo en este ejemplar homenaje que el Senado de la República rinde a la memoria del primer Cardenal chileno de la Iglesia Católica, Eminentísimo señor José María Caro Rodríguez.

Como cristiano e hijo de la Iglesia, su vida de humilde sacerdote revela la superior visión de la autoridad jerárquica al entregar responsabilidades y honores a los hombres que integran su comunidad, sin atender a otro título que sus cualidades morales y su capacidad intelectual. " Elocuente prueba de ello encontramos -repito- en la vida de Monseñor José María Caro. En efecto, el humilde joven que llegó al Seminario de Santiago traído por un celoso párroco campesino, no poseía bienes de fortuna ni provenía de lo que suele llamarse un hogar de abolengos familiares. Como él mismo lo decía con sencillez ejemplar, era un modesto hijo de nuestros campos que llegaba a la ciudad, atemorizado por lo que era para él un mundo desconocido y deslumbrante... Pero, bajo su aspecto exterior pobre y tímido, había auténticos valores, que muy pronto serían apreciados por sus maestros. Fue así como se propuso un día su nombre al ArzobispoCasanova, para que se le concediera una beca en el Colegio Pío Latino Americano, lo que le permitiría seguir sus cursos eclesiásticos superiores en la célebre y centenaria Universidad Gregoriana, de Roma. Las esperanzas en él cifradas no se frustraron. Sus estudios fueron brillantemente culminados, y pudo, al término de ellos, regresar al país trayendo en su pobre equipaje de simple sacerdote los diplomas académicos que le otorgaban calidad de doctor en Sagrada Teología.

Reintegrado a la vida nacional, el sencillo hijo de nuestros campos ejerció con lucidez el delicado oficio de maestro. Su recia contextura física, paradójicamente unida a un exterior frágil y precario, le permitió superar graves dolencias que hizo a muchos pensar que serían breves los trabajos de sacerdote y maestro.

La fuerza interior del espíritu no puede pasar inadvertida... Fue así como con

sorpresa y estupor para el humilde y modesto sacerdote José María Caro, debió conocer y aceptar por obediencia el alto e inesperado honor de ser promovido al Episcopado y recibir la pesada tarea de transformarse en pastor de la entonces Vicaría Apostólica de Tarapacá.

Discípulo fiel del Evangelio, asumió su cargo y altas responsabilidades sin llevar, bajo su manto de misionero y peregrino, riquezas o bienes materiales. Las provincias nortinas lo vieron, en el correr de largos años, cumplir su misión evangélica sin reparar en esfuerzos y sacrificios. Fue un testimonio vivo de su fe interior, e incansable pregonero de la buena nueva de paz, de justicia y de amor.

Los pobres, los afligidos, los desheredados fueron el centro de su inquietud pastoral. Defendió a los débiles y abrió para ellos el caudal de su inmensa caridad. El humilde hijo de la pequeña villa de Ciruelo supo enfrentar la prepotencia de los grandes y jamás guardó silencio cuando debió defender la Verdad de su Fe, que no le permitía transacciones ni compromisos claudicantes. No olvidó la modestia de su cuna y no cayó en la tentación de aprovechar de ella para obtener fáciles éxitos en medio de sus hermanos, los humildes. Con la serena quietud de los espíritus superiores, recibió las distinciones que le abrieron las puertas del Colegio Cardenalicio y llegó a ser el primer hijo de Chile que recibió la púrpura de ese alto Senado de la Iglesia.

Repito, Honorables colegas, que, como católico, no puedo silenciar mi admiración a nuestra Iglesia, que así cumple su destino y misión, haciendo realidad la palabra de la Sagrada Escritura: "El humilde será exaltado y el soberbio conocerá en su carne y en su espíritu lo frágil de su orgullo y vanidad".

Pero este homenaje que se rinde a la memoria del Cardenal Caro Rodríguez va más allá de las fronteras religiosas: alcanza a toda nuestra comunidad nacional, sin distingos ideológicos o doctrinarios.

En realidad, la figura de Monseñor Caro Rodríguez, su obra y su extraña y singular vivencia, pertenecen a nuestra patria toda, no sólo porque él fue un exponente auténtico de nuestra nacionalidad, no sólo porque sirvió con acendrado patriotismo a la tierra en que nació, sino también porque su labor sacerdotal y humana fue motivo de admiración y respeto más allá de las fronteras nacionales.

¿Cómo olvidar, señores Senadores, la sorpresa y admiración que provocó la sincera y madura actitud de Monseñor Caro, entonces Obispo de La Serena, al enviar al Excelentísimo señor Pedro Aguirre Cerda un telegrama viril y respetuoso, en el que lo felicitaba por el triunfo que lo ungía Presidente de Chile y formulaba sus votos por el feliz éxito de su tarea de gobernante? Si la pasión interna hizo posible alguna crítica o incomprensión, la reacción internacional fue unánime en aplaudir la autenticidad de un gesto que implicaba una enseñanza sobre el respeto a la ley y a la voluntad soberana del pueblo.

Ciertamente, no fue ajeno a este hermoso hecho el que, al ser llamado, poco tiempo después, a ocupar el Arzobispado de Santiago, viajara expresamente a Chile un destacado periodista para entrevistar al nuevo Primado de la Iglesia Chilena. Una vez más, en esa oportunidad, el Obispo y Pastor mostró con sencillez y valentía la rica sensibilidad de su alma de cristiano y de patriota. Interrogado sobre su opinión referente a las inquietudes del pueblo por asegurarse una situación de equidad y de respeto a su dignidad humana, Monseñor Caro, después de reconocer la justicia de esa demanda y el apremio que existía en atenderla, formuló un juicio que, por su riqueza y profundidad, debiera esculpirse, no sólo en el monumento que algún día perpetuará su memoria, sino en el corazón de los hombres : "Los pobres, los desheredados tienen derecho a la alegría de vivir". Palabras,

Honorables Senadores, dignas de un pastor; palabras empapadas en el espíritu del admirable Sermón de la Montaña. No era suficiente, para el santo y venerable Cardenal Arzobispo, cumplir con la justicia... Por su espíritu evangélico, tal vez la pura y simple justicia, a pesar de su exigencia y necesidad, la estimaba fría, deshumanizada, y, por eso, acaso recordando privaciones y dolores de su niñez, habló con simpatía y optimista esperanza de la "alegría de vivir", que, para él, constituía un derecho indiscutido de la persona humana.

Finalmente, señores Senadores, no quisiera terminar estas palabras sin destacar la presencia de los campesinos en este homenaje. ¡Y cómo no hacerlo! Si fue junto a la tierra morena y fecunda de la ubérrima Colchagua, y del matrimonio de un campesino modesto y austero, don José María Caro Martínez, y de doña Rita Rodríguez Cornejo, una virtuosa mujer, donde germinara el 23 de junio de 1866 -hace cien años- uno de los frutos más preciados que haya dado el agro chileno. .. No quisiera tampoco olvidar a los mineros, rudos en apariencia, generosamente respetuosos y que aprendieron a quererlo durante tres lustros,-que lo vieron predicando misiones en pueblos, minas y villorrios adonde jamás antes había llegado un sacerdote.

En la pampa de Tarapacá, en las montañas y los cerros de Atacama y Coquimbo, en las faenas del salitre, del hierro, del oro y del cobre, fue dejando jirones de su pobre sotana y entregando a raudales su vida, predicando con el ejemplo de su existencia, que vivió con franciscana sencillez.

Pero no sólo a los campesinos y a los mineros, sino a Chile entero deseo tener presente en mis palabras. Básteme para ello recordar el día 14 de junio de 1946, cuando nuestra capital presenció un espectáculo grandioso. Todos los habitantes de la ciudad, hombres, mujeres, jóvenes, niños, salieron a la calle a vitorear a Su Eminencia, que, con su capelo de primer Cardenal chileno, regresaba de Roma y recibía sonriente las manifestaciones de júbilo de un pueblo entero que reía y lloraba de alegría.

Honorables señores Senadores, en nombre de mi partido, el Demócrata Cristiano, tengo el honor de rendir este homenaje no sólo al que fue Pastor y Obispo de la Iglesia Católica en nuestra patria, sino también al ilustre ciudadano que sirvió a nuestra nación y atrajo sobre ella la' simpatía y el respeto que los hombres rectos alientan para quienes, con sus actuaciones, se transforman en defensores de la armonía y tolerancia indispensables para una convivencia en democracia, justicia y libertad.

En nombre de nuestro partido hemos levantado nuestra voz, en esta alta tribuna y en otras, para rendir homenaje a hombres de ciencia, luchadores sociales, apóstoles al servicio de sus propios ideales religiosos. En esta ocasión, lo hacemos con honda y sincera emoción, para expresar nuestra gratitud y admiración al Pastor Espiritual de un credo religioso, al que pertenecemos muchos miembros de la Democracia Cristiana, y, al hacerlo, una vez más reiteramos nuestro firme propósito de hacer realidad para nuestro pueblo el anhelo de este ilustre y venerable hijo de Chile: que los pobres de nuestra patria logren por fin el derecho a la alegría de vivir.

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